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Frecuentemente recurrimos a la historia, a quien consideramos como una magistra vitae. Pero, la utilidad de la historia, de nuestra historia como sociedad, para nuestra vida, no solo depende de una buena voluntad o nada más que de las buenas intenciones de quienes leen la misma. Nuestra historia está plagada de desengaños. Y el desengaño de una u otra forma nos impulsa a ponernos frente a frente con esos hechos, que han marcada a punta de sangre y terror, la vida de miles de compatriotas en determinados contextos. Si bien, los desengaños, la atrocidad, frutos del ejercicio vertical del poder en manos de individuos poco aptos para el mismo, causaron daños irreparables, la colectividad, la sociedad, por alguna razón, vuelve a repetir tales patrones, olvidando por completo la enseñanza de la historia como magistra vitae.
La manipulación de la historia nace a raíz de la descontextualización de los hechos. Así, el anacronismo de miradas retrospectivas, juzgando los acontecimientos, con parámetros ajenos a tal realidad, no solo es negarle vitalidad y enseñanza a la historia. Tanto la filosofía de la historia como el historicismo caen con frecuencia en esta tergiversación. Por ejemplo, la revolución de 1952, acabó como una cuestión «amañada de las cosas» (René Zabaleta Mercado), pero no por ello dejó de tener su magisterio en las generaciones posteriores. Y no hace mucho, las dictaduras militares, que sembraron el terror y el miedo, también son parte de la enseñanza histórica, para no repetirlas nunca. Una perspectiva historicista llevada a extremo, reduce el espacio y la acción, o por su lado la fuerza de la razón termina hiperbolizando los hechos; en ambas posturas, se tiende a perder la luz que iluminé las situaciones de la historia en las que el desengaño fue el fracaso de la tradición.
La historia como magistra vitae, está estrechamente ligada a la memoria. Para Marcel Proust, autor de En busca del tiempo perdido (9 tomos), el único modo de recobrar el tiempo perdido es a través de la memoria a partir de un hecho cotidiano. Ese tiempo recobrado como ejercicio de la memoria, nos acerca al dolor y la tragedia, por tanto, podemos reconstruir los hechos para comprender su contexto. La memoria que recobra y guarda los hechos marcados por el desengaño, conserva toda la fuerza de la tradición. Por eso la memoria recurre a la oralidad, las imágenes y los símbolos.
Esa memoria que es fiel a la tradición, no siempre coincide con el texto escrito; pues, las imágenes, la oralidad y los símbolos, siempre dicen más de lo que guardan; por esa razón, la memoria mantiene una postura crítica ante los acontecimientos pasados. Quien sacraliza las imágenes y los símbolos, naturalmente, pierde contacto con los hechos; de este modo, éstos ya no pueden cumplir su rol de magisterio para la vida. Una corriente irracional, en este sentido, tiende a convertir la memoria, en una ideología que responde a intereses sectarios y políticos; y peor aun cuando esta moviliza al conjunto de la sociedad en contra de las ideas críticas respecto de los hechos acaecidos. No es raro, en este sentido, encontrar intelectuales y mandarines burgueses de esa nueva cultura irracional convirtiendo a la memoria en un todo cerrado. En una memoria ideologizada no cabe la reconciliación ni el perdón. Mientras tanto, los invitados del pasado (asesinatos, tortura, persecución, inmunidad, privilegios, etc.) pasan a ser piedra de toque para afirmar la legitimación de los hechos presentes y un nuevo orden, que arrastra a la sociedad hacia un nuevo fracaso de la tradición.
¿Podemos aprender de nuestro pasado? Sin duda, la historia y la memoria, tanto colectiva como individual, son un verdadero magisterio para la vida. Pero, como dice Jürgen Habermas, siempre y cuando sepamos mantener una postura crítica, reconociendo el fracaso y no dejemos espacio para los triunfalismos históricos, podemos avanzar. Sino escuchemos al gran filósofo alemán: «La historia puede en todo caso ser una magistra vitae de tipo crítico que nos dice qué ruta podemos emprender. Pero como tal, sólo pide la palabra cuando llegamos a confesarnos que efectivamente hemos fracasado». Por ahora, como Estado ni siquiera nos hemos acercado a mirar críticamente el pasado teñido de desengaños. Es una tarea pendiente.
Iván Castro Aruzamen
Teólogo y filósofo
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