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La novela indigenista de mediados del siglo XX, a partir de fórmulas naturalistas, se acercó al indígena, en un intento por descubrir y/o encontrar el ser del indio; pero, este acercamiento no estuvo al margen de ciertas limitaciones, aunque lo más curioso es que se miró al indio con ojos extraños. Esta extrañeza ya estaba presente en el periodo del realismo de principios del siglo pasado, por ejemplo, en la novelística de Alcides Arguedas así como en su conocido ensayo, Pueblo enfermo; ahí sostiene: «el indio aymara salvaje y huraño como bestia de bosque, entregado a sus ritos gentiles y al cultivo de ese suelo estéril en que, a no dudarlo, concluirá pronto su raza». Ese indio, el indígena, a quien Arguedas predice su desaparición, se paseó por europa –eso dice en Crónicas perdidas 1, Bryce Echenique– en las fantasías de Jacobo Rouseau, Chateaubrando o Bernardin de Saint Pierre. El indio que primero navegó por la imaginación europea, no solo hizo un largo viaje de regreso a sí mismo, sino que aún es una cuestión pendiente y continúa en la imaginación, además del europeo también del blanco latinoamericano.
En esa primera mitad del siglo XX, el indio y sus desventuras, pero, sobre todo, su enajenación pronto encontró sitio en novelas como Raza de bronce (1919) de Alcides Arguedas, Altiplano (1954) de Raul Botelho –cuyo parentesco con Huasipungo de Jorge Icaza es inminente–, El sol de iba (1940-1944) de José Felipe Costas Arguedas, Surumi (1953), Yanakuna (1952), Yawarninchij (1955) de Jesús Lara, Tierras de violencia (1959) de Alberto Trujillo. Ahora bien, no cabe duda, que los ojos extraños con los que se mira a al indígena, es una constante de la novelística naturalista de esa época; no obstante, tuvo un mérito; pues, el país hasta entonces solo había sido descrito –no otra cosa es la crónica española y virreynal– y en él al indio; el naturalismo se animó a escribir al indio. Si en el realismo de Arguedas el indio aparecía descrito en sus caracteres psicológicos y físicos –fuente además de una enfermedad incurable–, los narradores del naturalismo, escribieron al indio. Así, un indio escrito, ya no era simplemente un ser exótico como en las fantasmagorías europeas.
¿Por qué tantas vueltas y vueltas para llegar a sí mismo? ¿Dónde radica el olvido del indio sobre sí mismo? Ni el socialismo ni el liberalismo de antaño, ni los de ahora, teniendo a su lado al indio, han sido capaces de encontrarlo. Ese largo viaje de regreso al indio, a quien se tenía al lado, se inició con la independencia, pasando por el imaginario europeo, hasta nuestros días. Y, digo, hasta por razones metodológicas, recurriendo a la duda cartesiana, podemos preguntarnos, si en realidad existe todavía el indio. O como muchos conceptos, tan solo es una idea, un murmullo de nuestro pasado, que no hemos podido callar ni arrancar de nuestra consciencia. Y lo hemos arrastrado durante toda nuestra historia para justificar la falta de voluntad, esa voluntad que Nietzsche tanto reclamaba para el superhombre. Una falta de voluntad que se trasluce en la incapacidad para construir una nación con nacionalidades o unas nacionalidades dentro de una nación; y un estado fuerte, más allá de la ontología del indio.
Si el indio está ahí, al lado, al menos no lo hemos escuchado; no sabemos lo que siente o piensa y quiere y espera de sí mismo –sin olvidar las excepciones como Cesar Vallejo, Atahuallpa Yupanqui o Fausto Reinaga–, porque todavía hoy como en el naturalismo, quienes hablan del y por el indio, siguen siendo ojos extraños; hasta en los análisis sociales, tanto marxistas, socialista o liberales, continúa presente el naturalismo. La teoría social sigue aun escribiendo al indio –o mejor teorizando–; en pocas palabras, la teoría social sobre el indio sigue siendo literatura.
El largo camino de regreso hacia el indio –si es que éste existe–, no ha concluido; solo encontrando su lugar en nuestra consciencia nacional y su rol dentro de una verdadera revolución, estaría cerca de su destino final: su identidad.
Iván Castro Aruzamen
Teólogo y filósofo
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