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Decir que la muerte del bebé Alexander conmovió al país es redundante e innecesario. Todos nos estremecimos al conocer la noticia y nuestras reacciones fueron más o menos las mismas. Como consecuencia, un denominador común es la exigencia de modificar la legislación penal para evitar que hechos similares se repitan. ¿Será la solución?
Lo que queda más que claro es que la actual legislación penal es insuficiente. El 25 de marzo de 1999, cuando se promulgaba el Código de Procedimiento Penal impulsado por el entonces ministro de justicia, René Blattman, se dijo que estábamos dando un paso adelante en la materia. Teóricamente era cierto. La tendencia de entonces —que se mantiene hoy— es que la legislación debe humanizarse. La justicia penal tendría que ser preventiva y debería evitar los procedimientos inquisitoriales heredados de la colonia española. La intención era buena pero los resultados —que los estamos viendo ahora— son catastróficos.
Gracias a las leyes Blattman, existen miles de acreedores que no pueden cobrar deudas, se multiplicaron las estafas y, debido a que no se les puede detener más de ocho horas, muchos delincuentes huyeron y evitaron el castigo a sus fechorías. En contrapartida, la tasa de criminalidad se ha disparado. Delitos que antes se producían esporádicamente se han multiplicado y ahora no existen límites para los delincuentes. Los límites son los que pone la ley y, al haberse flexibilizado esta, actúan con mayor impunidad que antes.
La conclusión a todo esto es que nuestra sociedad no estaba preparada para una legislación avanzada. ¡Qué pena! (¡y qué vergüenza!)
Bajo esas luces, es lógico que la gente pida endurecer las penas.
La pena de muerte, abolida en la mayoría de los países del mundo, es una de las exigencias. El problema que trae la pena capital es que, por una parte, la historia ha demostrado que no es lo suficientemente intimidatoria para frenar el delito. Cuando un asesino tiene que matar, mata porque, a la hora de cometer su crimen, no razona ni considera los alcances legales de su acción. Simplemente actúa, generalmente impelido por pasiones bajas y malsanas. El otro gran problema es la falibilidad humana. ¿Qué pasa si el hombre al que se ejecuta por un crimen es inocente? Son muchos los casos —el más célebre es el de Caryl Chessman— en los que se descubre que el ejecutado era inocente de los crímenes por los que fue ajusticiado. ¿Qué se hace si se comprueba que se ejecutó a un inocente? Nada ni nadie logrará devolverle la vida.
Por tanto, la medida no ayuda a avanzar y, por el contrario, es un retroceso.
¿Qué se hace entonces? Algunos diputados electos, abogados de profesión, ya anticiparon que propondrán modificar la legislación penal con el fin de cambiar al sistema acumulativo. Me explico: el actual sistema es el de la máxima pena; es decir, si una persona es acusada de varios delitos, sólo se le aplica la que corresponde al más grave. En el sistema acumulativo, la sentencia es por cada uno de los delitos así que se va sumando los años de cárcel. Así, la pena máxima ya no sería 30 años sino que, por efecto de la suma, la privación de libertad sería mayor.
¿Será la solución? Si tampoco eso resulta, nuestra sociedad requerirá una cirugía cerebral.
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