Opinion

CONFLICTOS, INTRANSIGENCIAS Y RIQUEZA
Improperios
José Antonio Calasich
Miércoles, 22 Mayo, 2013 - 12:41

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El sistema de rentas y pensiones de un país es expresión directa de su aparato productivo, toda vez que de él vive y se nutre. Todo problema y carencia en tal sistema, sólo refleja problemas y carencias de ese aparato, de manera que las soluciones sólo pueden estar en éste. Lamentablemente, tal consideración parece que está alejada de la comprensión, argumentación y prioridad de autoridades y trabajadores, convirtiendo el entuerto en que se encuentran en un callejón sin salida.

Tienen razón los trabajadores al reclamar mejoras sustanciales para las rentas de jubilación. Tiene razón el gobierno en su negativa a atender favorablemente tal reclamo. Y es por tales razones que se puede concluir que la solución al problema está más allá de las visiones y posiciones de las partes enfrentadas. Sin embargo, ¿cómo lograr que el eje de los puntos de vista vire hacia otros ángulos, donde puedan ser perceptibles las auténticas causas en que se origina el conflicto?

Es fundamental asumir, de una vez por todas, que la pobreza en el país no se origina tanto en la mala distribución de la riqueza, sino, casi exclusivamente, en su incipiente y rudimentaria capacidad de producirla. También es vital reconocer que nuestra precariedad económica tampoco proviene de políticas entreguistas o de saqueos sistemáticos a nuestro patrimonio, sino de la imposibilidad estructural de darle a los recursos naturales valor agregado; en consecuencia, todo lo que se pueda hacer siempre será siempre insuficiente, limitado y exiguo ante las necesidades crecientes.

No dar valor agregado a los recursos naturales no sólo es invalidar su potencial económico, sino provocar efectos adversos, puesto que se pierde la capacidad multiplicatoria de su propio valor, obligando a que las necesidades crecientes de los trabajadores y sus familias (derivadas como consecuencia de la realización del propio trabajo efectuado) comiencen a sobrepasar, paulatinamente, los niveles de ingreso logrados por la explotación de dichos recursos, motivando a un empobrecimiento sostenido e irreversible.

Llegado a ese momento, la única explicación plausible (aunque no real) de la penuria no es otra que atribuirla a injusticias distributivas, malversaciones, engaños, entreguismo, mala fe gubernamental, dominio imperial, neoliberalismo, etcétera, etcétera. Y claro, con tales argumentos, la conflictividad está dada, haciéndose insoluble por sostenerse en fundamentos equivocados, donde, a lo mucho, sólo motiva salidas transitorias que inducen el advenimiento de conflictos más intensos que revierten, a la larga, el orden establecido, reemplazándolo por otro donde todo comienza de nuevo.

Y es esa la historia de Bolivia, donde los conflictos sociales (que casi siempre llegan a su paroxismo) nunca solucionan nada. Y no lo hacen porque las disputas, las reyertas, las luchas hasta las últimas consecuencias, nunca están orientadas a  responder el problema de fondo, vale decir, a desarrollar la insipiente capacidad productiva. La pobreza del país no será revertida obligando a los gobiernos a mejoras salariales, incremento de rentas o a una distribución más equitativa de la riqueza, sino a la adopción de medidas que permitan generarla, crearla, producirla.

Es fundamental, vital, cambiar las agendas de la pelea, pero, sobre todo, el imaginario social del propio conflicto. No es posible someter al país a constantes zozobras donde todo termina no sólo en lo mismo, sino empeorando aún más la precaria situación de la gente. Desde casi siempre, año tras año, y sea el gobierno que fuere, la opción es la “lucha valerosa e inclaudicable” muñida de un único libreto: obligar al gobierno “hambreador, entreguista e insensible” a aceptar las “justas demandas del pueblo movilizado”.

Y la tozudez “luchadora” e “insurgente” de los bolivianos y bolivianas es tal que, incluso, nos lleva a asumirnos como pueblo indómito, revolucionario y luchador, ejemplo de rebeldía continental. Pero la realidad es menos heroica y mucho más prosaica: no pasamos de ser el país más carente e inestable del continente, con una pobreza estructural que parece ya irreversible, donde las incontables jornadas de lucha reivindicativa no alteraron en mucho esta triste condición (es más, por sus resultados, sólo fueron una inútil y peligrosa falacia).

Ahora que parece que concluyó el último conflicto social, sólo cabe prepararse para el siguiente; sin embargo, si se quiere romper con la sempiterna historia, es momento de comenzar a introducir una nueva causa que, en algo, motive a que las movilizaciones venideras la incorporen entre sus “intransigencias”: la urgencia por convertir al país en productor de riqueza, donde la productividad, desarrollo industrial y competitividad sean los nuevos temas que origen movilizaciones, altercados y luchas hasta las últimas consecuencias.