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Las monstruosidades y sus monstruos no suelen surgir de la nada. Son producto de un estado de cosas que, cuando apenas surge la oportunidad, se manifiestan con toda su violencia y pavor. Siempre están ahí, latentes y agazapados en las usanzas, costumbres e indiferencias sociales, aguardando el momento para, nuevamente, sorprender, lastimar y matar.
Lo hecho por el “secuestrador de Cleveland” no resulta primicial. El apropiarse, subyugar y ultrajar mujeres, sea sutil o manifiestamente, no son prácticas infrecuentes. Estuvieron presentes desde casi siempre, incluso estimuladas en aquéllas sociedades donde las indolencias, prejuicios, y oscurantismos ancestrales se convierten en esencias invariables (basta observar a las sociedades islámicas en su trato a las mujeres).
El mundo es ya escenario global de miles de desapariciones diarias de niñas, adolescentes, jóvenes y adultas. Sólo muy pocas reaparecen con vida, muchas otras muertas, pero la gran mayoría permanecen y permanecerán desaparecidas por siempre, seguramente convertidas en víctimas anónimas de feroces conflictos bélicos, masacres espantosas cometidas por sicarios del crimen organizado, por narcotraficantes, traficantes de sexo y, claro está, por el machismo exacerbado de la violencia doméstica.
Conforme a datos proporcionados por organizaciones vinculadas a la lucha contra la desaparición de mujeres, la cifra actual de las “demográficamente desaparecidas” en el mundo está entre los 100 a los 300 millones, lo que constituye un atroz y bestial crimen de lesa humanidad, que convierte al Holocausto nazi en un mero simulacro. Es tan elevada la cantidad de mujeres que sufren este horror, que las muertes ocurridas en las dos conflagraciones mundiales, junto a las de las guerras de Corea, Vietnam, Medio Oriente, Yugoslavia y las luchas de descolonización de África no logran, ni por asomo, acercarse a la cifra de mujeres víctimas de uno de los crímenes más atroces que pueda darse contra ser humano alguno.
Es claro que tal situación es resultado de la presencia de un conjunto de factores que, a modo de explosiva mezcla, crean condiciones inmejorables para que miles de mujeres desaparezcan todos los días. La existencia de primitivas concepciones culturales en muchos pueblos, a las que se suman monstruosas prácticas delincuenciales (que se mantienen imperturbables por la indiferencia, inoperancia y corrupción de la mayoría de los Estados), han originado una orgía de violencia, sufrimiento y muerte de féminas, donde nadie asume responsabilidad ante tal genocidio, mejor dicho generocido, de dimensión planetaria.
Por tales aspectos, Ariel Castro no hizo nada novedoso. Si bien fueron diez años de secuestro, vejámenes y torturas a tres mujeres, la forma y estilo son los habituales, toda vez que la violencia a la mujer en la sociedad patriarcal es una constante, donde el peligro a su vida, libertad y dignidad están ya tan normalizados que sólo suelen, de vez en cuando, provocar algún efímero sobresalto por la acción mediática, que acostumbra convertir todo en atractivo espectáculo.
Y es, precisamente, esa manera de cómo la gente conoce la violencia hacia las mujeres lo que genera desánimos. En la mayoría de las sociedades, las agendas periodísticas apenas tienen espacio para el asunto. Sólo cuando el grado de la truculencia sobrepasa lo frecuente, el tema adquiere notoriedad, motivando reacciones de gobernantes, instituciones y ciudadanos. Es cuando el ambiente se colma de iras insondables, decididas adherencias y rimbombantes pronunciamientos. Pero, más pronto que tarde, todo se desvanece. A los pocos días la indignación por lo acontecido se disipa, volviendo todo a lo habitual. Y es aquí que la violencia contra la mujer inicia su eterno retorno.
Es la inmediatez informativa de los medios de comunicación la que más contribuye a que todo el estado de cosas descritas sea inalterable. Al momento de escribir este artículo, el caso del Secuestrador de Cleveland prácticamente había desaparecido de los noticiarios, incluso norteamericanos. Si tal suceso tan reciente se esfumó ya, es lógico que el asesinato de la periodista Hanalí Huaycho o la desaparición de la joven Zarlet Clavijo –por citar tan sólo dos casos– se hayan convertido en meras anécdotas.
Al hacer inconstante la atención pública, la sensibilización de la gente se debilita, de manera que la agresión hacia las mujeres puede guarecerse convenientemente. El discontinuo tratamiento mediático transforma la violencia constante en ocasional, su dimensión social en personal (incluso con visos policiales o psicológicos), y la urgencia de su reversión en tarea accesoria; por tanto, la lucha contra ella obliga a una nueva y prioritaria tarea: más allá de seguir exigiendo acciones concretas a los Estados, debe introducirse cambios radicales en la percepción de los públicos, donde los medios deben realizar la labor central.
Es inadmisible que la actual futilidad informativa continúe, que siga difundiendo y divulgando un hecho tan atroz para la humanidad. Es hora de cambiar el actual modelo informacional, puesto que sólo una sociedad adecuadamente informada, concienciada y sensibilizada podrá erradicar la ignominia de la violencia hacia las mujeres. Los medios están obligados a dicho cambio, puesto que tienen muchas cuentas pendientes con la vida, dignidad y seguridad de las mujeres, toda vez que transformaron en mero entretenimiento mediático los constantes asesinatos, agresiones y padecimientos femeninos.
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