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Hace como una década nomás gran parte de la población boliviana no se sentía identificada con la República de Bolivia. Este sentimiento se convirtió, en un momento, en la tesis de las dos bolivias: una de los qjaras, llena de comodidades; y otra de los indios, llena de necesidades. En la práctica política se materializó en movimientos subversivos y manifestaciones callejeras dirigidas a cuestionar, precisamente, a ese Estado capturado por un grupo no representativo.
El Censo de 2001 puso números a aquel sentimiento al revelar que seis de cada 10 personas se identificaban con algún pueblo indígena de los 36 que habitan el territorio de Bolivia. En ese tiempo, los datos demostraron dos cosas: a) la recuperación de la autoestima originaria y b) el cuestionamiento al Estado oligárquico identificándose como más quechua o más aymara que boliviano.
Esta sensación política fue olfateada por el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) ocho años antes, en las elecciones de 1993, cuando nominó como candidato a vicepresidente al aymara Victor Hugo Cárdenas y ganó, pero perdió si pretendió poner un dique al avance del nuevo sujeto histórico.
Números y filias identitarias construyeron el discurso político de la última década: la mayoría indígena excluida debe redactar una Constitución que refleje su supremacía para refundar el Estado y acabar con la exclusión. Alcanzado el objetivo entre el 2006 y 2009, el discurso perdió sentido porque sencillamente caducó debido a la contradicción gubernamental.
Esta realidad que discurrió bajo la alfombra social, pero sobre el piso político, salió a la luz en el Censo 2012, cuando el rostro de la identidad, prácticamente, se invirtió: casi seis de cada 10 no se identificaron con ningún pueblo indígena.
¿Cómo explicar esta sorpresa en tiempos del Estado Plurinacional y el primer Presidente Indígena? Una hipótesis echa la culpa a la complejidad de la pregunta 29, menospreciando la inteligencia de los censados, cuando fue la más debatida y resistida por el gobierno por temor a cristalizar el ser mestizo proyectado por la Revolución Nacional de 1952.
La anterior hipótesis no se percata que la negación de la identidad en menos de una década no se incubó en los indígena originario campesinos que viven en el área rural, prueba de ello muchos pueblos, particularmente, del oriente crecieron en número. El cambio se produjo en las ciudades, donde hay más posibilidades de informarse, donde viven más aymaras y quechuas y donde crece un sentimiento de no pertenencia al Estado Plurinacional gestado con una sobredosis indígena.
Por tanto, entre el censo 2001 y 2012, pero particularmente durante el gobierno del MAS, asoman dos elementos importantes: a) soy más boliviano que quechua, aymara o guaraní en respuesta a la sobredosis indígena que está deslegitimando al Estado Plurinacional y b) reconozco mi raíz originaria, pero avizorando el inevitable mestizaje.
En otras palabras, aquellos millones de “ningunos”, además de encerrar una rebeldía contra la falsa indigenización del Estado y del poder (por usar sus propias palabras), en realidad traen consigo el embrión del nuevo ser boliviano, que nace como respuesta a la negación masista de esta realidad.
No reconocer la gestación sociopolítica del nuevo ser le puede significar al MAS, que ya no emociona con su discurso indígena, perder la perspectiva histórica como los llamados partidos neoliberales que quisieron frenar la avanzada indígena con dos palabras: pluri, multi; Lo mismo puede suceder con las dos nuevas palabras que, paradójicamente, envejecen rápido: Estado Plurinacional.
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