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Al final nunca sabrás si eliges el momento de tu muerte o la muerte elige tu momento. En el caso de Kennedy, Sucre, el Che, la muerte los eligió a través de unos cobardes asesinos. O quizás éstos eligieron, alevosa y premeditadamente, la forma de muerte de esos célebres personajes. En el caso de las 11 víctimas de la cisterna que se incendió el pasado viernes, en la carretera internacional La Paz – Desaguadero, la muerte eligió a unos morenos bailarines como sus agentes accidentales.
Sin embargo, la vida demuestra que algunas personas, además de los suicidas, sí eligen la forma y el momento de morir.
Una de ellas fue Eusebio, cariñosamente llamado “Usi”; hombre de pómulos pronunciados y ojos profundos con un gran sentido del humor quechua, capaz de arrancar una carcajada hasta a Samuel Doria Medina. Rey de la ironía y de la ruptura de la lógica que podía poner en ridículo hasta al más circunspecto. Mago del charango de cuerdas de acero con el que, según cuentan, podía hacer bailar hasta al tío de la mina. Un día perdió parte de su salud, pero no la gracia de contar historias. Entonces, intuyó el fin de su tiempo y preparó a su familia para su adiós. Una mañana, dijo a su prima hermana: “Ya he vivido y gozado suficiente, es tiempo de irme y me iré tocando mi charango, pásame por favor el hualaycho, voy a tocar esa canción que me acompañó desde mi juventud: “vallemayu quencha”. Su prima creyó que bromeaba y le alcanzó el instrumento; apenas comenzó a rasgar, chililin chililin chililin, y a cantar, dio el último suspiro.
Natalio tenía una cicatriz en forma de escorpión en su labio superior y otra en su espalda en forma de cruz, producto de la caída de un rayo. De mirada acuciosa y palabras sabias. Era yatiri, de los más famosos, en su tiempo, porque podía salvar a la gente de “imposibles”. A sus 70 años viajó por última vez al santuario de Wañuma, provincia Oropeza, Chuquisaca, donde hay un Tata Santiago. Tras acullicar su coca y tomar un trago, entró en una especie de trance y comenzó a dialogar en quechua con el Tata. “Bueno Tatay, apenas he llegado, se ha arruinado el auto, creo que tú ya no querías que venga. Éste es mi último viaje, al año estaré a tu lado, cabalgando sobre las nubes para evitar los rayos. He venido a despedirme, Tatay, no te voy a reclamar nada, aunque algunas veces fuiste injusto conmigo, cuando no me ayudaste a salvar inocentes”. Tomó un poco más de coca y singani de Camargo y volvió a la charla: “Te escuché, pero ya llegó mi fin, nuestro Padre ordenó que me vaya en noviembre de este año, antes de mis cumpleaños me iré”. Apenas volvió a casa dispuso la herencia y predispuso su alma liviana para el viaje sin vuelta. El 30 de noviembre llamó a su hermana y le dijo: “Ñañitay (hermanita en quechua), mañana me voy a ir a las 05.00, quiero madrugar, te vas a fijar a la Basilia (su esposa)”. A eso de las 17.03 se escuchó en todo el valle el doblar de las campanas del Templo Colonial: tannnnn, tan tan; tannnnn, tan tan; tannnnnn, tan tan; TONNNNN. ¿Quién murió? Preguntó una voz. Don Natalio, respondió otra.
Esmeregilda tuvo como única compañía, su soledad, desde que murió su hijo Sebastían a sus 13 años. En sus buenos años, era la mejor chichera del pueblo. Los niños se divertían imitando su forma de saludar con eco: “buenos días, wawas, wawas, wawas”. Era alta y delgada. Tenía una mirada hipnotizante de buho. Cuentan sus familiares que a sus 17 años, ella dijo que iba a morir elaborando chicha. A sus 67 años, la encontraron en el patio de su casa sin vida, junto al fogón donde elaborada la bebida de Los Incas. “Murió como quiso y predijo”, comentaron en el pueblo. En su velorio bebieron la misma chicha que había preparado ella.
Así es, algunos eligen el momento de su muerte, antes que ésta lo elija. Pero en el caso, de las 11 víctimas, unos imprudentes bailarines jugaron, sin querer, en favor de la muerte. Queda el luto y el dolor, pero sigue el baile impune.
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