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Lo que más llamaba la atención de Serafina, que en días más iba a cumplir 15 años, era su lunar en la parte izquierda de su labio superior. Cuando reía adquiría vida propia y se ponía a tono con sus ojos negros como noche sin estrellas. Gran parte de su vida transcurría con sus amigos y amigas del colegio particular, donde también estudiaba Mauricio. Un fin de semana, planificaron una pijamada más.
Ambos vivían desde hace rato un flirteo a escondidas. Aquella madrugada de verano sus cuerpos se empalmaron en un inédito diálogo. Con el tiempo el imán carnal era irrestible, hasta que quedó embarazada. Al enterarse, padre y madre se lanzaron culpas y al final decidieron por su hija para evitar el “qué dirán”. Desde aquel día, Serafina tenía el alma en el fondo de un abismo, su cuerpo parecía un pesado bulto que había que cargar como una cruz. Una mañana, casi como todos los días, Mauricio la esperaba en la puerta de su casa mientras jugaba con su celular. Se le partió el cuerpo cuando un bulto cayó justo a sus pies. Era el cuerpo de Serafina que había saltado desde el tercer piso arrastrando su depresión.
Adrián, de 19 años, tenía una cara con un gesto congelado después de haber chupado el limón más agrio del mundo. Sin embargo, era el chico más dulce del pueblo, amable, respetuoso, trabajador. De esos detalles se enamoró la treintona Maruja pese a estar casada justo con el primo hermano de Adrián. Era un amor imposible en teoría, pero se hizo posible en la práctica, cuando ella y él se quedaron cosechando trigo hasta tarde. La naturaleza reprimida se rebeló al primer toque accidental y ambos cuerpos rodaron sobre el pasto seco y levitaron.
Después de la gloria, se sintieron pecadores. “Estás como asustada, ¿pasó algo?”, le preguntó su esposo en casa. “No”, respondió y se refugió otra vez en sí. Al día siguiente, Maruja volvió a su cotidianidad, pero nunca iba a olvidar la tarde de otoño en el trigal. Se le borró la sonrisa un martes cuando se percató que tenía un retraso de cinco días. Lo tomó como normal. Pero, inmediatamente recordó que de ella era infalible. Por Dios ¿qué hacer? Su marido, un ser casi insignificante para sus pretensiones iba a “matarla”. Nada sería eso, su familia la condenaría y el pueblo no la bajaría de puta. ¿Debía contarle a Adrián? ¿Debía tener el hijo o hija? Ella decidió, Adrián nunca se enteró.
Martha había sido elegida reina de su colegio. A sus 16 años tenía un cuerpo de sirena y acaparaba miradas varoniles. Algunos giraban su cabeza hasta 90 grados para admirarla, entre ellos su “profe”, que se deshacía en atenciones. Ofrecía desde helados hasta clases a domicilio. Una tarde ella apareció en casa del “profe” para pedir auxilio en matemáticas. De la materia muy poco, ambos se pusieron a charlar de sus vidas. La adolescente no disimulaba sus buenas vibras hacia a su “profe” de 25 años. Luego vinieron más tardes de charlas, clases, confianzas, caricias y besos. Su primera vez dio paso a las otras veces. Los días de felicidad acabaron abruptamente con una pregunta ¿cómo pudo pasar, si nos cuidamos como él decía?
Asustada habló con su “profe”. Él no dudó: debía nacer el bebé. Decidió enfrentar a su papá y mamá, quienes, sin embargo, al enterarse obligaron a Martha a cortar la relación y el fruto de esa relación. La cambiaron de colegio para cuidar el “buen nombre”. Atemorizada acató. Cinco años después, ella no se explica aún cómo no pudo decir no. Hoy es esposa, precisamente, de su “profe”, quien la ayuda a superar esa etapa con paciencia.
Mireya y Federico se conocieron en el trabajo a sus 32 años. Ambos libres de sentimientos. Primero salían en grupo, luego los dos. Primero aceptaron ser amigos con derechos, luego terminaron conviviendo. Existían entre el trabajo y la casa. Su relativa tranquilidad terminó entrando al octavo mes de pareja, cuando asomó un tercer ser. Ella no quería, él sí, pero al final terminó apoyando a su compañera.
Estas historias transcurrieron en silencio por las páginas del Código Penal, que penaliza el aborto, salvo en casos de violación. Ninguna de ellas está en la cárcel porque la ley no entra en el vientre de una mujer.
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