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«Todo el que camina por la historia exhibiendo absolutos deja un mal recuerdo», escribió hace unos años, el teólogo y filósofo, Manuel Fraijó. Nada más cierto con algunos de nuestros políticos de los últimos decenios. Hugo Chávez, exhibió el absoluto del socialismo del siglo XXI –cuando ni siquiera hemos arribado al primer cuarto de siglo, de tal socialismo no quedan sino cenizas– y no vivió lo suficiente para contarlo; Fidel Castro, el líder de la revolución cubana, hizo de profeta de un magro paraíso terrenal y se pasó los últimos años, sumido en la demencia senil; Ignacio Lula y Dilma Rusef, hincharon el pecho con una economía emergente del brazo de los trabajadores, a la par de las grandes potencias, mientras la corrupción igual que una termita hizo polvo al Estado brasileño; Cristina Krisner, enjugó su boca con los pobres y los crotos argentinos, mientras la bancarrota del Estado hacia presa de las finanzas argentinas, para dejar un país sumido en una crisis social y económica, feroz; Evo Morales, se chantó un chullu y un poncho, y no fue capaz de encontrar al indio, que estaba ahí a su lado, y siguió desde un anticapitalismo desencajado, aferrado a la idea decimonónica del buen salvaje. Por supuesto, que estos absolutos, no pueden ser buenos recuerdos para un pueblo en busca del tiempo perdido.
No hay duda. Los primeros momentos del gobierno de Evo Morales, fue atrayente por un discurso incluyente frente al excluyente del neoliberalismo de los años 90; pero, algo pasó, y, poco a poco, se fue tornando en un régimen intolerante. El partido único empezó a prohibir de manera sistemática, la duda. Y cuando se llega a no tolerar la duda, la pregunta, fácilmente se desemboca en el fundamentalismo. Martín Heiddeger, habló de la «piedad de la pregunta». El ejercicio del poder, no solo está lleno de desajustes y fricciones y componendas, por lo que son necesarias, la duda y la pregunta, para devolverle su potencialidad transformadora, para que pueda ser poder humano y no otra cosa, o que los políticos lo ejerzan como si fuera un poder trascendente.
La convicción, no es otra cosa, que la manera cómo el hombre se aferra a una sola verdad, una verdad que acaba enajenando al hombre. Nietzsche, quizá por eso sentenciaba que «las convicciones son prisiones». Por esa razón, el hombre que cultiva y se agarra a sus convicciones, no solo tiene una visión miope y raquítica de la realidad, también es un sujeto corto de análisis, riguroso e inflexible. El convencido, en lugar de respetar la pluralidad, propende hacia el fanatismo. La lista de fanáticos es interminable, sobre todo en el actual gobierno del MAS. De ahí que el militante del partido de gobierno, no sobrepase de ser un pobre individuo alienado. Por ejemplo, encuentro a García Linera, igual que Robespierre, ni más ni menos, un epiléptico del concepto, que se encierra en la parca idea de salvar al mundo. Todo convencido, además, de dejar malos recuerdos, siempre acaba naufragando.
Así, el convencido masista, vea por donde se vea, es un individuo dependiente –hace y dice aquello que emana de su líder, de su minúsculo dios hecho verdad–; por tanto, son incapaces de mirar y actuar libremente; pues, por otro lado, su anemia de perspectiva amplia hace que pierda el plano de lo particular. Por el momento, la pasión y convicción del masista, es la seguridad que le brinda el poder político coyuntural. Esa convicción anémica y miope, que guía el movimiento social del masismo, también, es la fuente del aberrante fundamentalismo, tan evidente en la práctica discursiva del actual gobierno.
El país, no necesita convencidos ni fundamentalistas, sino un espíritu escéptico, que no se adhiera a nada ni nadie, porque las convicciones son signo de debilidad y la única forma de sostenerse es recurriendo al fanatismo, y de ahí al fundamentalismo, no dista mucho.
Iván Castro Aruzamen
Teólogo y filósofo
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