Aquí y ahora

11 DE SEPTIEMBRE

Carlos Soria Galvarro T.

Yo no era aún formalmente miembro de la “comisión de prensa y propaganda” del partido pero, dadas mi vieja afición por el mensaje impreso y la amistad con “Manuel” (Ramiro Barrenechea) y “Rafo” (Remberto Cárdenas) que sí lo eran, tenía acceso a la imprenta clandestina que funcionaba en la zona de Munaypata, en la casa de Hernán Ariñez, obrero de la fábrica de vidrios. De ese modo, incumpliendo las normas de la clandestinidad, me inmiscuía en los trabajos de prensa y aprendí a manejar la vieja Zeta Printon, offset que imprimía hojas tamaño oficio.

Aquella vez, por algunas razones que ya no recuerdo, ni “Manuel” ni “Rafo” podían terminar la edición regular de “Unidad” y se me encomendó a mí el hacerlo, rellenar algunas páginas, imprimir, compaginar y empaquetar el periódico.

El esperanzador proceso chileno encabezado por Salvador Allende estaba acosado por todos los lados: desabastecimiento, terrorismo, huelgas salvajes como la de los camioneros (después se sabría que animaban y financiaban la conspiración Henry Kissinger desde el Departamento de Estado y grandes corporaciones yanquis, como la ATT).

El tema Chile no podía estar ausente del periódico mensual que llevaba el cálido aliento de la lucha a la militancia que resistía a la dictadura de Banzer. Escribí una nota solidaria que expresaba más mis deseos que la dramática realidad. La titulé: “Chile no caerá”.

Pasado el mediodía del 11 de septiembre, después de casi 24 horas de estar encerrado y con el trabajo a punto de ser terminado, salí a buscar alimento. En las inmediaciones del Cementerio encontré un lugar y pedí un th´impu.

Junto con la apetitosa fragancia del cordero hervido me llegaron las noticias de Radio “Nueva América”. Dejé el plato sin probar, pagué al confundido encargado del restaurante y volví al taller tan pronto como pude, olvidando incluso el chequeo para comprobar que nadie me seguía, como lo hacíamos siempre en la vida clandestina.

Nublados mis ojos por las lágrimas rehice la página que consignaba mi optimista nota sobre Chile. El Palacio de la Moneda había sido bombardeado, Allende estaba muerto, los militares tenían el control de la situación, la sangre corría a raudales, miles de prisioneros eran torturados y encerrados en un estadio de fútbol. Había comenzado la larga noche del fascismo pinochetista. Y en muchos corazones, entre ellos el mío, se hicieron más sólidas y profundas las convicciones democráticas.

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OBITUARIOS

Carlos Soria Galvarro T.

Comencé a escribir esta columna en 1986 en el semanario Aquí que dirigía Antonio Peredo y en el que yo fungía como jefe de redacción. La firmaba con el seudónimo “Silvestre” y duró hasta que pasé al Canal 13 TVU, trabajo agobiante que me impidió continuarla. Años después la reanudé en el semanario La Época a invitación de Raúl Peñaranda y seguí escribiendo allí hasta bien avanzados los cambios de dueños y de orientación de ese medio. De pronto decidí acogerme al formato digital de ERBOL y mis contribuciones, debo reconocerlo, se hicieron cada vez menos frecuentes.

Una de las razones para ello, sin ser la única, podría ser la que a continuación trataré de explicar.

Siendo una persona con las emociones a flor de piel, me sentía poco menos que obligado a dedicar unas líneas ante el deceso de personas conocidas, amigos o amigas entrañables a veces, otras no tanto, pero igualmente significativas en lo personal.

Con el subtítulo de “Siluetas” debajo del nombre de la columna escribí, que me acuerde, sobre Jaime Sevillano, deportista, mimo, diseñador gráfico, artista bohemio empedernido. También lo hice sobre Andrés Heredia, legendario y sencillo organizador clandestino, de estoica resistencia ante la represión y defensor irrenunciable del derecho a pensar con cabeza propia. La columna que le dediqué a Jorge Kolle, a más de uno le gustó, llegaron a decirme que no debía ofender a los muertos, aunque esa no fue mi intención, destaqué algunos de sus méritos pero no me pareció honesto esconder mis impresiones negativas.

Si mal no recuerdo la última columna-obituario que escribí fue para Domitila, apenas unas pinceladas testimoniales de algunos momentos en que estuvimos en la misma trinchera.

Sobre Antonio Peredo, no hice una columna de opinión sino un artículo de fondo para la revista Oxigeno, a solicitud expresa de Grover Yapura.

Cuando escribía una reseña de los tres últimos libros por Humberto Vázquez Viaña me sorprendió su partida, comprendí por qué los había publicado al hilo el 2012 y tuve que adaptar mi nota a una especie de postrera despedida.
En ese trajinar es que comenzaron mis problemas. Por una explicable razón generacional las gentes de mi entorno se están muriendo a montones. Se fue Ana Urquieta, militante a tiempo completo toda su vida. Partió Jorge Tapia (Torombolo), espíritu fuerte en un organismo frágil. Rosendo Osorio (Oso) cayó en un accidente no de la mina, sino de la carretera (no lo podía creer). Simón Reyes, terminó su jornada en medio del reconocimiento general, escribí sobre su vida en Vista al mar, pero no pude hacerlo sobre su reciente muerte.

La seguidilla de fallecimientos de colegas del oficio periodístico en estos días es de nunca acabar, son tantos y tantas que prefiero no mencionarlos por el riesgo de olvidar algunos nombres. El último entierro al que asistí fue al de Fortunato Esquivel y allí nos encontramos no más de una docena de colegas que bromeamos al coincidir que casi todos ya estamos “en la sala de preembarque”.

En mi casi confinamiento de Valencia (Mecapaca) ayer me llamaron para avisarme que falleció en La Paz el chaqueño Floyd Ortega (Bigotes) y en Oruro la Negra Clara (Torrico). Esa doble noticia funeraria fue la gota que llenó el vaso. He decidido a partir de ahora no escribir más obituarios. No me da el cuero, es demasiado desgaste emocional. Cuántos más años vivimos más solos nos vamos quedando. Sobrellevar semejante carga ya es más que suficiente.

Liberado de ese compromiso autoimpuesto como obligación de la memoria, quizá pueda recuperar algo del ritmo que se necesita para seguir mirando lo que pasa aquí y ahora.

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CUATRO INSTANTÁNEAS DE DOMITILA

Carlos Soria Galvarro T.

Invierno de 1974. Cercanías de la Pulpería del campamento minero de Siglo XX. Una mujer de estatura más bien baja, un poco gordita, de ojos menudos, cabellos lacios y labios gruesos, vende sus “thayas” (agua azucarada con pito de cañawa, congelada a la intemperie durante la noche y cortada en pedazos rectangulares). Pero, ella no se limita a ofrecer el original producto, simultáneamente reclama por el desabastecimiento de la pulpería. “Nos quieren matar de hambre, hace quince días que no llega carne, tenemos que organizarnos y protestar, esto ya es el colmo”. Las esposas de los mineros con sus bolsas vacías se hacen eco de los reclamos de Domitila y se levanta un vocerío desde las filas donde hacen cola para recibir los alimentos.

Fines de 1975. Enfundada en un inmenso poncho con motivos aztecas, Domitila recorre por los campamentos hablando a quien quisiera escucharle del movimiento mundial de reivindicación de los derechos femeninos. Invitada por La Organización de Naciones Unidas ha concurrido a la Tribuna del Año Internacional de la Mujer realizada en México y tiene la cabeza llena de ideas y proyectos, desborda emoción y entusiasmo y hace en la radio relatos apasionados de la gran experiencia que ha adquirido en este su primer contacto internacional, seguramente decisivo en su trayectoria de incansable luchadora social.

Junio de 1976. Toda la dirigencia sindical de los trabajadores mineros de Siglo XX  y Catavi se ha refugiado en interior mina debido a la ocupación militar ordenada por Bánzer aquel 9 de junio, y que incluye la toma de las emisoras de radio. La huelga general indefinida es la única respuesta posible y se la intenta dirigir desde los socavones. Iván Paz Claros ha logrado introducir un mimeógrafo y los comunicados sindicales que ayudamos a redactar circulan profusamente por los campamentos. Domitila con el vientre abultado por el embarazo, reparte café, organiza la logística que llega por conductos inverosímiles y levanta el ánimo de todos: “Tenemos que resistir, no tenemos más remedio”. Sólo cuando ya no puede más acepta ser evacuada de emergencia, directamente al hospital de Catavi donde le nacen mellizos, uno de ellos sin vida.

Agosto de 1986. Altiplano paceño. Marcha por la Vida, un esfuerzo supremo de los mineros por evitar el descalabro final. Con más años y kilos encima, y a pesar de una rodilla maltratada, camina Domitila pausada pero firmemente. Tiene ya una descollante trayectoria, su libro-testimonio “Si me permiten hablar” (1977) traducido a unos 15 idiomas la dio a conocer en todo el mundo, fue candidata a la vicepresidencia y desplegó intensas campañas de solidaridad, en pro de la democracia y en defensa de los Derechos Humanos. David Acebey recogió sus nuevas experiencias en otro libro impactante: “Aquí también Domitila” (1984). En las cercanías de Calamarca, un día antes del cerco, rodeada del afecto de muchos de sus compañeros, prepara un q´allu  aprovechando una pausa de la caminata. Un grupo de mineros especialmente jóvenes, la hostilizan al pasar. Como si Domitila tuviera que avergonzarse de sus legítimos triunfos personales que lo son también del pueblo al que pertenece. Afortunadamente, los mineros que la conocen repelen con energía a ese pequeño grupo expresión de estupidez, confusión y mezquindad. Domitila no puede sin embargo ocultar su amargura, mueve la cabeza resignada y enjuga una lágrima.

Cuatro pantallazos para que propios y extraños recuerden que la lucha no comenzó ayer y que nunca fue para defender privilegios, como ahora estudiantes de medicina, médicos y otros dirigentes despistados.

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