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Los revolucionarios de siglos pasados pelearon contra los reyes para acabar con el gobierno de los hombres y establecer el gobierno de las leyes. Cansados de la “ley del espermatozoide” o la “ley de la sangre” propusieron la Constitución como límite al poder.
En ese tren, de principio establecieron dos reglas básicas: separar al gobierno del Estado (para que nadie diga el Estado soy yo, sino que sea la sociedad jurídicamente organizada) y fijar un periodo racional de duración de una gestión de gobierno.
Ambos planteamientos fueron una respuesta al sentido vitalicio de los emperadores en el poder y sus hijos, quienes eran Estado y gobierno a la vez, entonces, nacían para el cargo y morían con el cargo sin fiscalización de ninguna naturaleza. Para democratizar el acceso al poder, los liberales revolucionarios cambiaron de soberano, coronaron al pueblo en lugar de una persona, cuyo único mérito era ser rey. Desde ese momento, el poder de decisión sobre la conformación de un gobierno y el futuro de un Estado pasó a cada ciudadano.
De este modo, el liberalismo planteó un voto un ciudadano. Obvio, en un principio, ese voto se pesaba en billetes o en bienes. Luego se convirtió en la avenida por donde iban a transitar las democracias durante siglos para facilitar el camino hacia la toma del poder a todos los osados, sin importar su condición de clase, sexo o “color de sangre”.
Ya en la baja edad media los revolucionarios, que por si acaso no eran socialistas, habían discutido y planteado que para llegar al poder era necesario tener libertad de pensar y libertad para expresar ese pensamiento mediante palabras, libros, periódicos, muros. Por supuesto, imposible hacer política sin libertad de expresión y menos tomar el poder. Y los liberales lo cristalizaron poco a poco cincelando la historia.
Por supuesto que en los nacientes Burgos, las personas que tenían poder económico querían tener poder político, pero no podían hacerlo porque no eran de la nobleza, pero no solo eso, no estaban preparados. Ante esta deficiencia, armaron otra movida para arrancar educación para todos, incluidos los excluidos.
Sí, cierto, en aquel tiempo sólo hacían política los ricos, sin embargo, los pobres ya aspiraban al voto, inspirados en los principios de igualdad y libertad. Armados con la Constitución, libertad de expresión, educación y democracia, los revolucionarios de entonces aspiraron a tomar el gobierno, más no el Estado, porque era y es de todos.
Aunque costó, pero la historia demuestra que acordaron entre ellos una Constitución que limita el poder para limitar la ambición del ser humano, evitando tiempos indefinidos en el gobierno para impedir sabiamente lo siguiente:
1. Que nazca una burocracia corrupta que se niega a morir políticamente porque sabe que no va a ser removida “nunca” entonces se cree impune y lo es.
2. Que el gobierno de turno controle todas las instancias y espacios de poder para reproducirse en el poder, incluso violando la misma Constitución.
3. Que el gobernante termine creyéndose estado, poder y pueblo a la vez y termine siendo un rey sin título ni corona, pero con muuucho poder.
4. Que ponga al servicio del “príncipe”, perdón gobernante, todo el aparato del Estado en tiempos no electorales y electorales, violando el principio de igualdad en las condiciones de acceso al poder.
5. Que se esconda información que beneficia al pueblo para fiscalizar al gobernante y transparentar la administración de la cosa pública.
Los llamados gobiernos socialistas desecharon estos principios que los usaron en algunos casos para tomar el poder, por ello hoy tienen dinastías y comunistas millonarios. Lo más reciente, sucedió en Nicaragua, donde el guerrillero (Daniel Ortega) que enfrentó a la dinastía Somoza, que estuvo 40 años en el poder, sufre el principio de una “somosización”, porque después de combatirlo, quiere imitarlo.
A no olvidar, un político que desconoce su límite en la Constitución es contrario a la democracia y al pueblo.
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