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Así como la vida tiene su origen en la concepción, un Estado tiene el suyo en el voto de cada ciudadano. Sobre esta base nace el Ius sufragio y Ius civitatis, que durante la Edad Media era un privilegio para un estamento social, aún no era universal pese a ser un derecho pre-estatal que no requería un reconocimiento jurídico. Recién en los orígenes del Liberalismo llega el sufragio como derecho, pero tampoco en beneficio de todos.
La Revolución Francesa todavía exige niveles de renta económica para asumir la titularidad del voto. Fue en 1848 cuando comenzó a universalizarse este derecho, coinciden los historiadores, y señalan al siglo XX como el tiempo de acceso de la mujer al sufragio. En el caso boliviano, el voto universal llega con la Revolución Nacional de 1952.
De este modo, nace la soberanía popular, que bajo la concepción rousseauniana, es la suma de soberanías individuales. Vale decir, la suma de tu voto-decisión con la de otros votos-decisión, lo que significa que el sufragio es el supuesto de legitimidad democrática de los representantes.
Dicho de otra manera, nosotros, los electores, nos constituimos en poder constituyente cuando asistimos a las urnas porque podemos dar origen a un Estado o a un gobierno. No es una mera técnica para designar a los representantes, según los requisitos establecidos en una Constitución, sino un derecho subjetivo de participación, que en términos objetivos se convierte en un medio de expresión de la opinión pública, y permite la composición de los órganos de un Estado. Y la democracia, entre otras cosas, no es más que el gobierno de la opinión pública.
Esta es la capital importancia del derecho al voto, que nos aglutina como órgano electoral a partir del registro censal. Por esta ineludible razón las personas encargadas de las instituciones que organizan y administran las elecciones deben ser las más idóneas, honestas, capaces, independientes de cualquier partido político porque canalizan la expresión de la voluntad popular, que en términos democráticos es el órgano constitucional originario del Estado.
No fallan las instituciones, menos la democracia. Fallan las personas, ya sea por sus inclinaciones partidarias, mezquindad o ineficiencia. Cuando sucede algo así, es un atentado contra lo más sagrado de la democracia: la voluntad popular, que cada determinado tiempo se manifiesta para elegir a un grupo de ciudadanos que los representará para administrar sus recursos económicos y organizar los otros poderes del Estado.
Me explico mejor, si falla una elección, falla la constitución de un gobierno y, por supuesto, la conformación de los otros órganos, a través de los órganos Ejecutivo y Legislativo. Lo peor de todo, se derrumba la confianza sociopolítica de una comunidad en su propio derecho al sufragio.
Ahí está la gravedad de las últimas denuncias de fraude en las elecciones nacionales, que además de los aspectos señalados, revelan que las personas responsables del Órgano Electoral boliviano no están entendiendo el origen popular del poder, menos que la titularidad de los cargos públicos sólo se legitima a través del voto.
Las deficiencias descubiertas y probadas en los últimos comicios son hechos que representan un enorme retroceso en lo que tanto nos ha costado construir: la confianza en el respeto a nuestro voto.
Los vocales del Tribunal Supremo Electoral (TSE) y de los tribunales departamentales deben comprender que los bolivianos hemos logrado en tres décadas que el ciudadano conciba el sufragio como un derecho y un deber porque produce representación, gobierno y legitimación. Y estamos a punto de echar todos los avances al basurero.
No son ni serán culpables sólo los vocales que fallaron, sino quiénes los eligieron amparados en la impunidad de sus dos tercios: los asambleístas del MAS y sus grupos afines.
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