Opinion

COCA, ALCOHOL Y SANTOS
Tinku Verbal
Andrés Gómez Vela
Viernes, 15 Agosto, 2014 - 20:55

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Un gélido viento corre sobre el pequeño calvario del santuario de Bombori (Potosí), ubicado en una colina achatada y pelada, donde hay una pila de piedras, que de tanta challa parece un manantial de cerveza. Encima está una cruz clavada hasta tres cuartos. Casi todos los peregrinos paran ahí para anunciar al Tata Santiago, que está metros más abajo en una planicie, su llegada y sus pedidos.

En el lugar pululan los yatiris que ofrecen separar de tu cuerpo los males que te persiguen, rompiendo unos hilos rojos sobre tu cabeza. Terminado el acto insisten a los creyentes a beber y libar una botella de cerveza por cabeza dando vueltas alrededor de las piedras. Y no falta la coca en cada acto. Y no falta la misa después. Y no faltan los borrachos.

Santos, coca y alcohol es la mezcla heredada de la Colonia. Sospecho que los invasores los tenían distraídos a los indígenas con esas cosas. Al final de cada jornada, los “indios mineros” tenían a la salida de las bocaminas libre acceso a las cantinas y a la coca. Si no tenían dinero, se los fiaban. Entonces, nació el mito: gracias a la coca resistieron (cuando de lo que se trataba no era de resistir, sino de liberarse).

No es malo tomarse “unos tragos” de vez en cuando; lo malo está en los frecuentes motivos, que casi siempre son los santos y los elementos pachamámicos. Las farras armadas en honor a los “milagrosos” son monumentales. No sé cómo se originó esta “cultura”. Lo que sí sé es que la Iglesia Católica entronizó santos para todas las necesidades. Cito sólo algunos: San Gregorio Nacianceno, infalible contra mordeduras de perros y de otros animales; Santa Apolonia, patrona de los dentistas; Santa Águeda, eficaz en los partos difíciles.

No olvidar a San Blas, abogado de la garganta; Santa Lucia, buena para los ojos; Santa Bárbara, implacable contra las tempestades; San Pascual Bailón, patrón de las cocineras; San José, patrón de la buena muerte; San Judas Tadeo, recomendado para casos imposibles; San Antonio, preferido por las solteras, pero cabeza abajo. Pronto habrá un santo para Internet, dice José Ignacio López Vigil; se refiere a San Isidoro de Sevilla, de quien aseguran que era un gran sabio, una Wikipedia andante, un google con aura.

¿Por qué estos santos hacen milagros para unos y no para otros, si todos somos hijos de Dios? Son unos discriminadores. ¿Por qué a muchos malvados les va bien? Tal vez aquí entran las cajas de cerveza. Mientras más cajas, más milagros. O más oraciones, más milagros.

No, ellos no hacen los milagros, escribe López Vigil e ironiza: los santos piden a la Virgen y ella a Jesús y éste al Padre Dios para que se produzca el milagro. Los santos son los secretarios de Jesús.

Según su libro “Otro Dios es Posible”, durante el periodo de Juan Pablo II se canonizaron 464 nuevos santos y santas, más que en los cinco siglos anteriores; y de cada cien santos, sólo 5 eran pobres.

A veces, imagino a los santos tan ebrios que se olvidan de volver al cielo y se quedan tirados en la tierra. Lo propio pasa con las divinidades indígenas; según algunos de sus creyentes, demandan tanta bebida a tal punto que la Madre Tierra termina girando el día más rápido.

Al igual que López, creo que los más santos están en la tierra, son los que luchan por la justicia, los que ayudan a las víctimas. En ese mismo sentido, el milagro es compartir el pan con los necesitados, ayudar al prójimo, distribuir con justicia los bienes y no rezarle a Dios para acumular más y más riqueza, quitando el pan de la boca a otros.

“Ayúdate y Dios te ayudará”, dice el refrán y es verdad. Si no contribuimos como seres humanos, así nos tomemos muchos whiskys no alcanzaremos una sociedad milagrosa. No estoy en contra de las creencias, pero sí en que el alcohol sea incluido en cada acto religioso.

El Tata Bombori y la Virgencita de Urkupiña no requieren ni coca ni alcohol, requieren más humanidad.

Religión y alcohol pueden conducir a una sociedad al borde del infierno, que por cierto fue creado literalmente por el Concilio de Letrán en 1123.