Opinion

AYNI
Tinku Verbal
Andrés Gómez Vela
Lunes, 3 Febrero, 2014 - 18:23

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Entre cada agosto y septiembre, la naturaleza muda de ropa, aire y sentimientos. Apenas brotan las primeras hojas de los sauces secos, la tierra se prepara para ser madre otra vez del maíz, la papa, arveja, haba, quinua, verduras, hortalizas.

El valle ubicado a lo largo de un serpenteante río comienza a desperezarse con las primeras señales de los animales que anuncian lluvias adelantadas o retrasadas, heladas u otro tipo de bendiciones o desastres naturales.
Hace sólo como 30 años, los sabios ancianos leían, en ese mismo lugar, el tiempo con la precisión de la ciencia porque mantenían una fluida comunicación con la naturaleza y, por supuesto, con los otros seres que habitan con nosotros la Tierra.

Tras la consulta a la Pachamama, alistaban las yuntas para la siembra y elaboraban la aceitosa chicha de maíz con sabor a vida: dulce amargo. Solían hacer un collar con las primeras dalias, kantutas tricolores, retamas y hojas de molle para ornamentar los yugos de los toros (lloquje – paña; izquierda – derecha), que mugían como si anunciaran una buena noticia.

Apenas veían a una familia llegar a su terreno, cargada de semillas, cántaros, comida, se acercaban de inmediato los Ruedas, los Aguilar, los Ayras o los Tórrez o los López o los Villalta. Llegaban con sus instrumentos de trabajo y un exultante ánimo de solidaridad. Era el ayni, el trabajo colectivo que los niños de entonces imitaban en sus juegos.

Entre broma y broma, algo de chicha, y un sabroso “fidius uchu” con garbanzos, papas y pedazos de carne de gallina criolla o una chanqja, y si no llovía mucho, una watia (papas cocidas en un horno de terrones, calentado con leña) avanzaba y terminaba la siembra casi siempre cuando el sol caía en el orkjo (montaña). Sin el ayni, la siembra de ese mismo terreno hubiera sido acabada después de  muchas caídas y levantadas del Tata Inti (sol).

Era toda una fiesta, que comenzó a declinar desde el momento que la sequía rajó la tierra y sus habitantes buscaron otros destinos. Cuando retornaron, unos contrataron peones y les pagaron un jornal a los que se habían quedado a sobrevivir. Ese día murió el ayni, muy pocos lo volvieron a sembrar y como consecuencia hoy se cosecha individualismo.

Cambiaron los tiempos, dicen. También las personas y la naturaleza. Los toros fueron cambiados por tractores que aran la misma Pachamama de hace millones de años.

Los hijos e hijas de aquellos hijos del Ayni hoy alquilan la fuerza de trabajo de los más pobres. Y la comunidad da sus últimos estertores.

En el mismo mes de septiembre se publicaba en la plaza del pueblo una lista de las personas que iban a armar la fiesta de Palizada, que no era más que un medio para preservar la igualdad económica, por tanto, social de aquellos que habían sufrido una merma de su patrimonio.  

Los ancianos nominaban para cada esquina de la plaza a las parejas que iban a levantar arcos de solidaridad. Los últimos cinco días de octubre, los elegidos preparaban chicha, charangos, guitarras, acordeones; y el mismo día de la fiesta adornaban sus arcos con aguayos multicolores de lana de oveja, dalias, margaritas, rosas y las infaltables retamas y molles. Y la gente se acercaba a cada pasante para regalarle bienes y dinero. Bebían, bailaban y cantaban solidaridad e igualdad. Nadie debía rezagarse en su camino al mañana.

Hoy nominan al más opulento para que organice la fiesta y ostente su riqueza. Y la gente asiste sin saber por qué o sólo para beber. Entonces, la brecha entre los que más y menos tienen se abre más y más.
Son valores que hemos perdido, no sé en qué momento, y, a veces, creo que son irrecuperables. Y culpar al capitalismo no basta.