Gobierno veta prólogo de novela Aluvión de Fuego
Carlos D. Mesa denunció en su cuenta de Twitter que el prólogo escrito para una de las “15 novelas fundamentales” de Bolivia, fue vetado por el Gobierno porque lleva su nombre.
“Por instrucción del Ministerio de Educación se eliminó el prólogo que escribí para la novela ‘Aluvión de Fuego’ y se sustituyó por otro (…) Es el veto a mi nombre”, denuncia el historiador Carlos D. Mesa, en su cuenta de Twitter.
El expresidente y literato denunció el fin de semana que el prólogo escrito para una de las “15 novelas fundamentales” de Bolivia, que fue presentado el pasado viernes la primera edición y serán distribuidas gratuitamente.
Mesa relata que en 2000 José Antonio Quiroga, director de la editorial Plural y Leonardo García, director de la colección “Letras Fundacionales” de la citada editorial, me invitaron a hacer un prólogo para una de las novelas clásicas del país: “Aluvión de Fuego” de Óscar Cerruto. Por supuesto como egresado en Literatura que soy, acepté con gusto.
Recordé entonces que en 1983 siendo subdirector de “Ultima Hora” llevé a cabo una encuesta con especialistas bolivianos sobre cuáles consideraban las 10 novelas más significativas de Bolivia. El resultado fue la base para la confirmación de un canón literario boliviano. En 2004 Néstor Taboada Terán preparó un libro basado en esa encuesta. Años después la carrera de Literatura de la UMSA organizó una reunión a la que no me invitó, a pesar de ser yo exalumno de esa carrera y haber hecho la encuesta mencionada. De esa reunión salió un número de 15 obras como las más importantes de nuestra literatura, el 90% repetía los 10 títulos de la encuesta de 1983, explica.
El ministerio de Educación, con muy buen tino decidió hacer una edición popular de esos títulos y quien ganó la licitación para la edición fue Plural. Quiroga propuso en los casos en que las obras ya habían sido publicadas en “Letras Fundacionales” incorporar los prólogos ya existentes. Desconozco lo que ocurrió en otros casos, pero en el mío, sean los responsables de la selección de las obras de la carrera de Literatura de la UMSA, los coordinadores de la edición en el ministerio de Educación a las autoridades de dicho ministerio, decidieron vetar mi prólogo y sustituirlo por otro. Lo único bueno de esta decisión que yo considero un veto o censura, fue que el escogido para ese prólogo fue uno de nuestros mejores críticos literarios Luis “Cachín” Antezana.
La transcripción del prólogo que escribió Carlos D. Mesa
Novela brutal, como brutal es la historia de Bolivia. Novela que tiene al Chaco y la guerra (1932-1935) como una gran sombra que envuelve personajes, historias y paisajes, la gran sinrazón que nos condujo al holocausto.
Podría pensarse que el fuego de militante de izquierda del joven Oscar Cerruto (1912-1981) buscaba insertar, detrás de la belleza de la creación literaria, el panfleto de quienes entonces desde la trinchera del marxismo se oponían a la guerra (piénsese en el periódico Bandera roja en que colaboraba el novelista), pero Aluvión de Fuego (1935) es definitivamente más que eso. Es el primer gran fresco de la narrativa boliviana sobre la realidad política y social de Bolivia, es la primera vez que una novela toca todas las teclas esenciales de un país construido después de la guerra del Chaco a partir del imaginario europeo propuesto por la oligarquía de los conservadores y los liberales, a partir de las exclusiones y de una idea entre implacable e ingenua de la modernidad.
¿Novela del Chaco? Si, por supuesto, aunque Cerruto construya esta obra en base a la gran ironía de que sea solo una larga y desgarrada carta de uno de los soldados, el único momento en que el combate entre bolivianos y paraguayos aparece retratado en toda su descarnada realidad. Pero sería insuficiente, mezquino, integrar Aluvión de Fuego en la cuentística y novelística que devino del conflicto bélico y que tiene su punto mayor en Sangre de mestizos (1936) de Augusto Céspedes y su cierre treinta y un años después del fin de la guerra en Laguna H.3 (1967) de Adolfo Costa du Rels. Insuficiente porque en estas páginas podemos leer perfectamente la clave y la visión de mundo que comienzan a morir y la de otro que de la mano de una nueva generación está a punto de nacer. Lo que Alcides Arguedas (1879-1946) y Jaime Mendoza (1874-1939) mostraron en Raza de Bronce (1919) y En las tierras del Potosí (1911) con la fuerza del naturalismo, la impronta del telurismo y un cierto tono de amarga resignación, tiene aquí la fuerza de la denuncia, pero sobre todo es la saga de una propuesta política y social que marcó las bases del cambio radical de 1952. En algún sentido Cerruto, que escribió la novela entre La Paz y Santiago de Chile (y que no puede ceder a la tentación de la descripción de esa ciudad y la comparación entre realidad chilena y boliviana tan obsesiva para los bolivianos) precisamente en el tiempo en que se desarrolló la guerra, estaba marcando la agenda de quienes desde los nuevos partidos nacionalistas y marxistas decidieron protagonizar el cambio. Más todavía, estaba poniendo sobre el tapete una mirada incisiva que trascendía la que durante más de una generación marcada por la guerra pretendió desentrañar las razones y consecuencias de la conflagración del Chaco.
Un país, varios países, una nación partida o dividida mirada en el caleidoscopio que descompone y recompone los fragmentos para hacerlos una totalidad. Cerruto prefirió mirar la tramoya detrás de la guerra, en lo que entonces era el epicentro de nuestros problemas y de nuestras contradicciones. Mauricio Santacruz, el protagonista de la novela, partirá de la placida ciudad provinciana, de la comodidad de los terratenientes que están en la punta de la pirámide, al descubrimiento crudo del altiplano y de la ancestral represión al indígena. Continuará su viaje de descubrimiento del país, asomándose al frente bélico del Chaco por medio de una carta proveniente del frente. Y terminará su periplo ideológico al intentar identificarse con la clase social de los mineros y con sus postulados revolucionarios marxistas.
La novela trabaja en compartimentos estanco enlazados por Mauricio Santacruz, quien se convierte al final en Laurencio Peña y por los vasos comunicantes de una correspondencia que rompe las paredes de la trama, que invade escenarios aislados que explican ese todo frustrante de la Bolivia de los años treinta discriminadora y desvertebrada. La construcción narrativa tiene una linealidad aparente que servirá para explicar a Mauricio, para construirlo desde su ávida y cándida adolescencia hasta su madurez en el fuego de las redadas y los fusilamientos que hace el ejército contra los indios y que termina en su convicción revolucionaria de la última parte. Más allá de los saltos ideológicos gigantescos y quizás inverosímiles del protagonista, Mauricio es ciertamente un testigo, primero, y un instrumento, después, para desarrollar una tesis, el cambio hacia una sociedad sin clases que, por otros caminos -los del nacionalismo revolucionario- se resolvería históricamente de una manera clara al pasar de una sociedad pre-moderna a una sociedad moderna tras la Revolución. Ese es quizás el elemento detonante en Aluvión de fuego que lo separa del naturalismo de sus contemporáneos, la capacidad de intuir el camino de la historia, la lucidez del análisis de clases y personajes. No importa aquí el alineamiento del autor en las banderas del marxismo, importa la comprensión de ese mundo al revés que se empeñó en vivir la clase dominante boliviana que la condujo a su destrucción (casi) final.
Aluvión de fuego une las piezas y les da un sentido, explica por eso mejor y más completamente que cualquier otra novela de su tiempo, las razones que hicieron inevitable y necesario el desmoronamiento de un grupo de poder, la llamada rosca de los grandes mineros de la plata y del estaño y los terratenientes nacidos en los gobiernos de la oligarquía que intentó crear un estado-nación, pero que apoyado sobre la ceguera propia y las espaldas de quienes debían formar parte de ese estado, acabó por enajenarse el futuro como había enajenado la tierra de los indígenas y los recursos naturales del país. Este es el punto crítico y decisivo del sentido de la novela, la posibilidad de abarcar una realidad que tuvo en el Chaco el amigo en el frente, Sergio Benavente, lejano corresponsal del sudeste del país donde se desarrolla la guerra, quien además de hacer un alegato antibélico, explica con incomparable claridad porqué esa guerra estaba irremediablemente perdida: en una punta, los soldados aymaras y quechuas entregándose mansa y masivamente a las fuerzas paraguayas; en la otra punta, la guerra interna que René Arze desentrañó desde la óptica histórica, cuarenta y dos años después de Aluvión de fuego. La mayoría de los bolivianos llevados a la fuerza al combate no comprendía, no podía comprender ni asumir una patria que los marginó y expolió sistemáticamente, igual que la desconocida, terrible y abrasadora geografía que les tocó sufrir.
Mauricio Santa Cruz, el joven burgués de ciudad decide alistarse inflamado por la visión entre romántica y épica de una guerra azuzada en los mítines callejeros de La Paz y las principales ciudades del país. Pero -este es el trazo de mayor dramatismo y de mayor fuerza de la obra- el joven soldado no se sube a un tren para ir al sudeste, al arenoso y agresivo campo chaqueño, sino que se dirige al frío y desolado altiplano. Altiplano que quiere decir indio, que quiere decir un sistema de apartheid que retrata su trama como Arguedas, quizás con un simplismo que aún no ha sido superado del todo, en la que el indio, el mestizo y el blanco juegan los roles que Arguedas marcó a fuego en su análisis paradójico entre Raza de Bronce y Pueblo Enfermo. En el altiplano, el ejército fuerza a los indios a alistarse. Es una guerra de los soldados para reclutar soldados que deberán ir a la otra. Y aquí otra vez el escenario y los hechos brutales. La persecución de los indios emboscados (que se niegan a alistarse), los diálogos surrealistas entre los que ordenan y los que quieren salvarse y salvar sus tierras, entre dos culturas que ni se entienden ni quieren entenderse. El lenguaje del miedo es el que manda. Los indígenas podrán perder la vida y sus comunidades, pero además al irse podrían perder igual la tierra y sus familias. La cosificación del indio, su uso sexual salvaje, el desprecio y el odio, son los ingredientes que alimentan la narración. La alianza entre el terrateniente, el mestizo que es su capataz en la hacienda y la iglesia (feroz descripción del párroco del lugar, coherente con el punto de vista iconoclasta y rabiosamente anticlerical de los ojos marxistas de Cerruto), cierran un círculo perfecto de inhumanidad. Es en definitiva la narración del colonialismo interno.
Suena tan terrible, tan desmesurado todo este mundo de violencias en el espacio indígena que por momentos parece inverosímil o el producto de una intencionalidad de tintas cargadas y de exageraciones. Pero la realidad de la Bolivia de hoy, los testimonios que se han ido acumulando con los años, la absoluta coincidencia entre todos los autores que han tocado el tema desde 1919 es tal, que Cerruto no hace sino reescribir una vieja, terrible y verdadera historia, aunque sólo sea desde una visión externa de los acontecimientos y aunque no retrate exactamente la voz de los vencidos. Es verdad que hay poco que no hayamos leído sobre indios, patrones y estado en Arguedas, pero Cerruto lo integra en una visión abarcadora y compleja de nuestras estructuras sociales, y añade explícitamente un nuevo discurso ideológico que recorre transversalmente la novela. En este sentido, la ficción y la realidad están profundamente entrelazadas, y el asombro nace de lo increíble de lo histórico y no de lo increíble del mundo fantástico que marcará su Cerco de Penumbras (1958), libro de cuentos que trasciende el realismo literario de la época. La visión de lo social en Aluvión de fuego, por momentos, preanuncia la poética de Estrella segregada (1973).
Así visto el ejército es, una vez más, la mano asesina que obedece a blancos y mestizos (y no a la nación boliviana) y destruye a los indios. Pero esta caracterización sociológico-étnica de Bolivia, usada profusamente por Cerruto, es herencia del debate de principios de siglo que mezcla clase y etnia. Cerruto está entrampado en esta visión arguediana, ¿y acaso no lo estamos todavía? La visión de Arguedas, vituperada hasta el exceso, vuelve recurrente en todos los momentos críticos de nuestra historia reciente y, mal que nos pese, sigue volando sobre nuestras cabezas, como para demostrar que la irresolución de nuestros problemas, las contradicciones de nuestra sociedad, el desafío que plantea ahora la idea de la pluralidad étnica y cultural, sigue con una asignatura pendiente: explicar la sociedad boliviana con otros instrumentos que permitan desterrar, si se puede, los mecanismos que no por elementales dejan de ser categorías en uso de la mente conservadora, positivista y si apretamos, darwinista social de Arguedas.
Mauricio-Laurencio es también un personaje con intensos mundos interiores. El novelista que cuando comenzó a escribir la obra tenía veinte años, podía meterse perfectamente en la piel de Mauricio, desarrollarlo en su idealismo adolescente, en su mirada tímida para el amor, en la fuerza de sus pulsiones sexuales, en su condición reflexiva y melancólica que contrasta con su amigo revolucionario el Coto, portador de la acción, que permite un contrapunto indispensable a la hora de la fuga del ejército y del comienzo de la aventura minera.
Así el autor enlaza la interioridad del personaje con el retrato de dos medios sociales radicalmente enfrentados. La alternancia entre el amor sereno y pacato de la ciudad, de las muchachitas compuestas de la “buena sociedad” local, y la figura paradigmática ya de Jacinta, la chola que es el fuego sexual, la gracia y la vitalidad indeleble de lo mestizo (la mujer en contraste con el miserable cholo capataz de hacienda, la mujer como portadora de lo positivo y el hombre como portador de la violencia destructora), que ha estudiado con acierto Romero Pittari en su libro Las Claudinas, permiten entender la ambivalencia de un machismo subyugado por el control último de la mujer de los mecanismos de funcionamiento de la sociedad. Cerruto como casi todos sus contemporáneos, juega en esa ambivalencia que persiguió el acercamiento al amor y al erotismo de nuestros narradores hasta bien entrados los años cincuenta, era un mundo mucho más entrelazado sobre todo en una Bolivia más próxima a lo rural que hoy. Quizás las “Claudinas”, incluída Jacinta, fueron también víctimas de la Revolución de abril.
La novela es todavía hija de una tradición y una influencia que fue fundamental en la narrativa regional de entonces, la geografía. La mirada de los cielos cambiantes que acompañan a Mauricio a lo largo de su recorrido por la nación desgarrada y que ha retratado con tanto acierto Rodrigo Quiroga en su cortometraje Quehacer de transparencia, es el vehículo de enlace entre el hombre y la tierra que una vez más trasciende el mero paisaje.
El estremecimiento sangriento que trasunta la segunda parte de la obra, tiene un tono menor en la tercera parte, centrada en la vida del campamento minero, es referente inexcusable desde el punto de vista económico y social, porque es el eje sobre el que se mueve y vive el país. Cerruto trabaja más cautamente estos espacios porque los conoce menos, prefiere quedarse en la superficie y no aventurarse al interior de la mina, aunque desde el punto de vista de la intensidad narrativa y del sentido de coherencia interna del texto, su tratamiento tiene la medida que Poe buscaba en los cuentos. El “aysa”, el derrumbe, será el embudo de su Maelstrom que terminará en la rebelión y en la masacre inevitables, predecibles, repetidas hasta el cansancio igual que en el altiplano. Cerruto enlaza la guerra y la mina en un momento de máxima intensidad dramática, cuando el viejo y tuberculoso Italaraco expone al hijo mutilado por la guerra. Pero a pesar del impecable manejo narrativo, en la superficie de estas aguas procelosas está un discurso ideológico menos enlazado a la trama que en la segunda parte. Suena algo artificial, algo encorsetado. En estas páginas se desarrolla también la superestructura de gobierno, la macilenta y distante figura de Salamanca, su ascetismo agrio a la vez que la cortante diferencia del hombre de estado (a pesar de todo) y los burócratas acomodaticios y aprovechadores que lo rodean, ministros, tinterillos, mediocres personajes de pequeña ciudad que razonan con el frío cinismo de los beneficios inmediatos.
El Chaco está siempre detrás, es la guerra, es el imperialismo (también en esto Cerruto responde a las líneas inamovibles de su ideología de entonces), es el absurdo de una confrontación cuyos móviles están en un mar de petróleo que el autor describe debajo de la sangre de los combatientes muertos y la tierra que riega, y que de hecho nunca existió.
En esta historia de violencias entrelazadas, el alegato antibélico está explicitado siempre, tanto en las conversaciones y acalorados debates entre los protagonistas, como en los documentos militantes que intercala en el texto, particularmente el manifiesto principal en el que se retrata al país oligárquico y feudal, en el mismo tono aguerrido que usó Tristán Maroff y los ideólogos trotskistas durante la segunda mitad de los años veinte. No en vano Mauricio es un desertor, es uno de aquellos pocos marxistas radicales y activistas que propugnaron claramente que los jóvenes no se enrolaran, que llamaron a la deserción de las filas del ejército, que sabotearon ese enfrentamiento que a su juicio arrastró a dos países como títeres de los poderes económicos del imperialismo. Los rasgos autobiográficos saltan a la vista para quien haya seguido la primera juventud de Cerruto (lejos, muy lejos, del circunspecto funcionario de cancillería de sus últimos años). El espíritu de su poesía inicial y de su trabajo editorial y de redacción en Bandera roja sepodrá encontrar en buena medida en la sensibilidad atormentada de Mauricio.
Aluvión de Fuego es, además de una obra literariamente bella y totalizadora de nuestra realidad, una lectura de nuestras violencias; es también probablemente y más allá del alegato premonitorio del desenlace revolucionario -reñido con el nacionalismo que derrotó a las vetas marxistas- una obra vigente en un país que aún no ha superado sus contradicciones esenciales, aquellas abiertas en 1535 y todavía en carne viva hoy. Brutal porque sesenta y cinco años después, más allá de los hechos, seguimos mirándonos en el espejo del que habla Cerruto y solo atinamos a empañarlo.