La sinergia instrumental de la OEIN evoca al libertador
Por: Arnold Guachalla
Asiento 13 y fila doce, fue la sugerencia del encargado de boletería y muy convincente. “Es un buen sitio para observar y escuchar (…) las puertas abren a las 07.30”. Pero, no tuvimos que esperar mucho.
Debo confesar que no asisto con regularidad a los eventos musicales que se presentan en la ciudad, no es que sea un individuo carente de gustos musicales, quizá sólo se trate de mala suerte o de lo que algunos podrían llamar destino.
Esa frígida noche del 17 de mayo y ante un importante marco de público ingresamos por fin al Centro Sinfónico Nacional. Nos sentíamos con el derecho de esperar algo grandioso, al fin y al cabo era nuestra primera vez allí. “Nomis Ravilob”, murmuró mi acompañante, mientras yo observaba atento a mi alrededor.
Rígidos y con las partituras encima, los atriles esperaban realizar su noble labor. Detrás de ellos, tres enormes paneles parecían ocultar algo al fondo del escenario.
No terminaba de contar los atriles, cuando inmediatamente ingresaron uno a uno los componentes de la Orquesta Experimental de Instrumentos Nativos (OEIN).
- Observa el tamaño de las zampoñas que llevan.
- A lo mejor son zancas… No estoy muy seguro, susurré.
- Eso sí que necesita un par de buenos pulmones.
Entre esas estábamos, pero cuando vimos ingresar al último de la hilera.
- Supongo que es el director.
- ¿Cómo lo sabes? Pregunté distraído.
-Tiene un aire de mando.
Siempre he admirado la intuición de las damas: era Cergio Prudencio.
El silencio se rompía con el quechua que salía más dulce que de costumbre en la voz de una excelente intérprete. Entonces empezó el concierto. Los instrumentos de viento se apoderaban del auditorio bajo el atento acompañamiento de los acordes de un charango.
-Achachilas, Pachamama…
-Era obvio por los instrumentos, ¿no?
-Te adelantas-, respondí tímidamente.
La sinergia instrumental evocaba al viento andino que, iracundo e intenso, recorría de norte a sur, toda la extensión del Ande.
Prudencio se parecía al mismísimo dios wayra (dios andino del viento), ya que con el ir y devenir de su batuta, controlaba diestramente las brisas musicales. Por su lado, las cámaras fotográficas y filmadoras asomaban sus lentes para intentar capturar sigilosamente aquel magistral espectáculo. Sinceramente no creo que tales recursos, por más tecnológicos que sean, plasmaran a cabalidad lo que presenciábamos.
- ¿Qué tal está?
- Podrías sacar otra mejor, me respondió sin quitar la mirada del escenario.
Sin duda, ella tenía razón, podía hacer mejores tomas. Concluida la participación de la orquesta, una explosión de aplausos incansables inundó cada recóndito lugar de aquel espacio. Por mi parte, quedé perplejo al pensar que la ópera había terminado.
- No pensaba que sólo era eso, dije.
-Yo tampoco, musitó ella resignada.
No era así. No lo entendía, pues horas antes había hecho una pequeña investigación sobre lo que apreciaría en aquel lugar. Mi cosecha fue la siguiente: sólo se reconocían tres presentaciones de este género. La primera titulada “Incallajta”, fue compuesta por Atiliano Auza en 1980; la segunda fue “Machay Puytu”, llevada al escenario en 1994 por Alberto Villalpando. Finalmente, el año 2011 se presentó: “El compadre”, de la mano de Nicolás Suárez. Como no pude asistir a ninguna de las mencionadas operas, tuve que evocar algunas cosas del pasado. Recuerdo, por ejemplo, que en alguna oportunidad pude observar una ópera por la televisión. La obra titulaba: “La traviata” de Giuseppe Verdi. Si mi memoria no falla, fue una experiencia muy buena, a pesar de haberla visto por la pantalla chica. El canto y la actuación, sin duda, ganaron toda mi atención, sin olvidar a la orquesta que hacía más vibrante cada una de las escenas. Por eso, solo por eso, esperaba algo más.
-Ya que no contamos con un telón, rogamos al público salir a tomar un refrigerio, hasta que todo esté listo para continuar con la obra, se oyó a la distancia. Respiré aliviado.
Asiento 13, fila doce. Antes había advertido que la vista desde aquel lugar no era del todo perfecta. Y no por que el encargado de boletería nos hubiera embaucado, sino que nos tocó estar detrás de un grupo de extranjeros, que tranquilamente duplicaban mi estatura. Resignado, volví la vista hacia el escenario. En esta ocasión la orquesta había descendido a su respectivo lugar y se había nutrido de otros instrumentos, manteniendo los instrumentos autóctonos.
Sobre los enormes paneles se divisaban miles de estrellas, que daban el marco perfecto para una interesante introducción. Efectos visuales y música se fusionaron a merced de la interpretación vocal del tenor que interpretaba a Nomis Raviolb. Dicho personaje deambula en sus alucinaciones, mientras es invocado por una voz que lo confunde.
-Nomis Ravilob… Nomis Ravilob…
Sólo hasta ese momento medité sobre la fuerza que tenía ese nombre. La sinopsis citaba al libertador sudamericano puesto frente a un espejo, y Prudencio así lo presentaba. Nomis Ravilob era un ser carente de identidad y origen, pues no entendía los llamados de sus raíces. El tiempo había transcurrido y con él Nomis Ravilob fue conducido por un sendero perdido, por tanto, era necesario recurrir al reencuentro consigo mismo. Un ejercicio que la humanidad ejerce día a día.
El tiempo del “Cóndor Mallku” comienza…
Fiel a la arrogancia que en algunas ocasiones lo caracteriza, esta ave vaticina el nacimiento de un héroe. Uno cuya fama lo elevará a un gigantesco estante, desde el cual será admirado por las futuras generaciones: falso y superficial.
Presa de su ofuscación, Nomis Ravilob rompe la cuarta pared que lo separa del público:
- Soldados ¿qué hacéis sentados?
Los espectadores lo observan atentamente y sin querer se convierten en mudos cómplices de la incertidumbre del libertador. Entonces la música nos devuelve al desarrollo de la obra: es el tiempo de la awicha (abuela) vicuña.
Delicada y de grácil andar, manipula un enorme ovillo que representa la larga data de su existencia.
-Qué bello canta. ¿Es quechua o no?
-Sí, respondí convencido.
Entre sus cantos de lengua ancestral, que Nomis Ravilob no entendía.
-¿Acaso no sabes la lengua del pueblo que has liberado? -¿No la reconoces?- preguntó la vicuña, mientras la oscuridad cubría su viejo manto y la melodía de fondo se fundía entre coros y estribillos.
Dicen que uno no puede resistirse a sus propios demonios: es el tiempo de “La serpiente catari”. Exenta de piedad y corazón, la serpiente catari irrumpe violentamente en el escenario. Iracundo, se deleita mostrando el futuro sangriento que tiene como punto de partida la liberación de América. La libertad de Nomis Ravilob ha sido mal conducida, y ha apagando muchas vidas inocentes en su desarrollo.
Los efectos musicales y visuales se envuelven en una rítmica violenta y estruendosa. El libertador se siente confundido, esa no era la libertad que propugnaba. Era víctima de su propia incertidumbre; golpeado por su contradicción.
-Es la verdad.
-Es irónico- musité.
Finalmente, se presenta el tiempo del puma. La transfiguración de la mujer valerosa que yace inerte en los brazos de Nomis Ravilob. El concepto de libertad que había llegado a las futuras generaciones. El tema de las dictaduras son expresadas en el escenario.
El libertador debe encontrarse a sí mismo, y una alegoría plena fue la personificación misma de otro libertador. Nomis Ravilob está frente a sí mismo, pues el cóndor mallku toma su forma.
La imagen del volcán Chimborazo ejerce protagonismo desde los paneles del fondo. Nomis Ravilob se pone de rodillas y lo invoca para volver a su camino; clama por su protección tutelar en el idioma que antes había desconocido. El libertador vuelve a la esencia inicial de la que se había apartado.
-¿Terminó?
-¿No escuchas los aplausos? Preguntó mi acompañante.
-Bueno, sí.
-¿Entonces?
Escenas de Nomis Ravilob