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En Quito el maestro Guayasamin decidió erigir una Capilla al Hombre. Terrible herejía y un auténtico nadar contra la corriente de milenios de una arquitectura ecuménica dedicada a exaltar a los dioses de todas las religiones que en el mundo hubieron. La cúpula inconclusa de este humano portento -pues la vida no le alcanzo al genial ecuatoriano para terminarla- quedó esbozada en un plano y en unos breves apuntes adjuntos bien se puede leer: “Potosí, donde todo comenzó”.
Potosí, como certera metáfora de lo que fue, es y acaso por mucho tiempo siga siendo este continente extenso y fatigado por los rigores de una historia que no da tregua. Porque en efecto, la minería y su aparejado modelo productivo, inaugurados en tierras potosinas hace ya más de cinco siglos, en esencia perduran en la matriz de nuestras contemporáneas y dizque modernas economías.
Ya no solo son el oro y la plata, revividos ahora con precios exorbitantes en el mercado mundial, sino también en estos días erigen su reino el petróleo, el gas e indudablemente la soja que arrasa campesinos, indígenas y bosques por igual. Pero mañana seguramente será el litio u otros minerales que el ingobernable mercado mundial con avidez demande. Lo cierto de toda esta historia es que al final del día seguimos siendo un continente primario exportador, que la industrialización soñada en los claustros cepalianos en la década de los setenta fue una quimera y que el auge que hoy ostentamos en el futuro puede ser igualmente una ilusión.
Si el extractivismo es una distorsión de la economía y una negación a la generación de riqueza de manera sustentable, es igualmente un formidable deformador de la política, del tejido social y de la psicología individual. Condiciona la política en la medida que el control y la captura del excedente se convierten en una despiadada disputa social, que genera efímeros enclaves de prosperidad y al corporativizar a la sociedad dificulta la generación de proyectos colectivos.
En el caso de Bolivia el extractivismo, como se lo llama en estos días, es ni duda cabe un designio histórico que cruza nuestras vidas sin importar el signo político o filiación ideológica de quienes nos gobiernen. Lo que si en algo variará será la forma en cómo se reparta la riqueza proveniente de estos enclaves económicos. Lo que primo tradicionalmente fue sin duda la apropiación oligárquica de estos excedentes, pero en verdad creo que ahora estamos siendo testigos de vestigios de un reparto más equitativo de ese patrimonio. Sin embargo, en ambos casos sin un destino productivo de esos recursos y sin poder responder a una acuciante pregunta: ¿de qué viviremos cuando este patrimonio natural se haya agotado?
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