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Nunca hubiera querido estar, como ahora, en la dolorosa circunstancia de tener que escribir estas líneas. Y menos aún haber sido arteramente sorprendido por esta triste noticia estando varado, a medio camino, en un hotel, lejos de mis afectos, y por tanto solo e inerme frente a la desmesura de esa indescifrable ausencia como es la muerte.
Siempre me quedará la duda sobre si Jesús ha escrito varias novelas o en realidad desde siempre estuvo escribiendo una sola, eternamente inacabada, inacabable en realidad, acaso porque a los mundos que frecuentó, mágicos y escurridizos, no fue posible emboscarlos de una sola vez y para siempre, pues los seres y territorios que convocó Jesús a través de los ritos de las palabras permanentemente requieren ser nombrados, restituidos a la vida y así ocupar un lugar en el mundo que de otra manera lotendrían vedado.
Igualmente me queda la duda, a pesar de las pruebas irrefutables que indican lo contrario, si en realidad Jesús salió alguna vez del Chaco, porque indudablemente los hechizos de estas tierras impregnan cada una de las páginas de su obra, pero no como ecos de nostálgica ausencia o como un ejercicio de mera reminiscencia sino como una presencia tan viva que no es posible dejar de estremecerse al sentir que de sus palabras emanan los aromas del monte chaqueño y al dar vuelta las hojas cómo no saberse acariciados por el mismísimo frescor de los inigualables amaneceres de la provincia entrañable.
En efecto, como no estremecerse cuando el Chaco se hace vida en palabras como éstas: “Es tierra parda y humilde, aunque las ondulaciones de los cerros le atribuyen un carácter decididamente misterioso. Con ser única, su estampa se transforma y no se entrega fácilmente al observador. Si es un indio guaraní quien la mira, asume la imagen de una flor silvestre”.
Por ello yo siempre consideré que Jesús no solo es un escritor nacido en la Provincia del Gran Chaco, como lo testimonian las escuetas biografías que figuran en las solapas de sus libros, sino como un escritor esencialmente en-el-Chaco o, dicho de otro modo, un ser-medularmente-chaqueño.
Y esa presencia viva del Chaco en Jesús y su obra, que tal vez algunos convengan en llamar chaqueñidad, obviamente entrañó un compromiso y tuvo sus consecuencias. La primera de ellas, sin duda, la responsabilidad de saberse portador de las palabras imprescindibles para nombrar y hacer visible un mundo habitado por seres que discurren su vida ajenos a los resplandores y bullicios del país oficial. Seres, pienso en los indígenas chaqueños por ejemplo, poseedores de una sabiduría difícil de entender en estos días, pero que con seguridad de ser escuchados nos ahorrarían buena parte del camino necesario para adentrarnos en las profundidades de ese misterioso territorio que es el alma humana.
Ahora, en esta otoñal noche asuncena en que escribo estas páginas, recién caigo en cuenta que el Chaco en virtud a la obra de Jesús dejo de ser una mera referencia geográfica para convertirse en una forma esencial de ver y estar en el mundo. Un ver que en esencia no es otra cosa que la sensibilidad precisa para mirar más allá de los datos inmediatos de la realidad y un estar en el mundo como un arraigo casi religioso a la tierra. Una forma de ver y estar en el mundo imprescindibles para desentrañar las encrucijadas que la vida nos depara en estos tiempos con demasiada frecuencia opacos.
Escritores que como Jesús fueron directamente “del corazón a sus asuntos” tal cual reclamaba para sí mismo Miguel Hernández, nos dan la certidumbre de que gracias a dios la literatura todavía existe, pero no como una artificiosa creación a la medida de los regustos de los mercados, ni tampoco para rendir pleitesías al poder, sino como una responsabilidad con los dolores del mundo, pero también para procurarnos infinitos gozos y por supuesto para exorcizar demonios que solo dan tregua cuando las palabras alcanzan un orden en el papel y por fin dejan de pertenecernos.
Hasta siempre Jesús. Tu “hermano del sur” como solías llamarme.
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