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Cuando Hernán se enteró que su segundo bebé era mujer sugirió a su esposa regalarlo. Como todo varón erecto en una sociedad con cimientos patriarcales, quería otro varón porque “una mujer no vale nada”. El día que su mamá le contó ese episodio, Alina conoció las penumbras de la depresión y cada vez que recuerda esa asfixiante frase cruza el desierto de la rabia y sube la cuesta de la impotencia.
En una comunidad colgada en el olvido, Fernando tuvo 10 hijas, no porque él quería ampliar su cuota de población en la Tierra, o porque su esposa, Lourdes, tenía una divina vocación de madre, sino porque el patriarca buscaba un hijo varón para eternizar su ilustre apellido. Ensayó todas las cábalas posibles, desde el desenfreno en plena luna llena hasta las más inéditas kamasútricas posiciones sexuales, pero Dios, si tuvo tiempo para ocuparse de esta minucia, le mandó con la soberbia del destino una preciosa decena de bebés de sexo femenino.
Fernando es hoy un cariñoso abuelo, pero rumia en el abismo de su silencio, que aumenta el volumen de los gritos de sus amigos, “chancletero”, “chancletero”, el hecho de que ninguno de sus nietos lleve su apellido hacia el tiempo sin fin.
La escuela de la vida, esa que los pobres de neuronas dicen que enseña mejor que la universidad, tiene profesores con déficit de inteligencia porque reproducen la arquitectura de la sociedad patriarcal, que va procreando en serie gente como Hernán y Fernando.
En la otra orilla de los usos y costumbres -a la que también llaman cultura algunos generosos intelectuales para igualar a los que acumularon hora tras hora conocimientos con los que ni lo buscaron- está la filosofía que no resuelve problemas sino que, en contra flecha, los genera para obligar a la gente a pensar. Sí, a pensar como condición previa para ejercer su humanidad, y no acatar los usos como verdades irrefutables y las costumbres como reglas que sacralizan la comunidad donde prima el poder del falo.
Justo en un pedazo de territorio de pensamiento libre nació José Luis, en una familia de cinco hermanos, quienes aprendieron a cocinar, lavar, planchar mientras llegaba la hermanita, a la que esperaban contando las horas para que haga todo lo que ellos hacían en ese momento. El día que nació la bebé dieron por seguro que en unos años más se librarían de las “femeninas” tareas domésticas. Y lo expresaron con la osadía de los machos que esperan las disculpas de su víctima por haberse portado mal y haber “merecido” la golpiza.
Mas, no contaban con la descolonizada madre universitaria, que ya tenía alas en su pensamiento, cuando ni siquiera aquella palabra se había cristalizado como concepto. “Ni piensen que ella nació para servirles, ella nació para ser reina de esta casa y de su casa”, habló Mamá con la autoridad de la mujer expulsada de la escuela de la vida precisamente por pensar que las reglas de esa “cultura”, con cabeza de pene, era y es infiel al ser humano.
Alina y José Luis se conocieron en un callejón sin salida de la vida. El amor trepó por sus sangres con el desenfreno del vino. Hablaron sin aburrirse durante horas, días, semanas, de las hormigas, de filosofía, de la universidad de la vida, y por supuesto, de sus hogares, tan disímiles. Al doblar el día, coligieron que la violencia contra la mujer nace en casa y debe morir en casa para no reproducirse fuera de ella.
Alina no regaló ni un pedazo de su existencia al machismo porque ejerció su derecho a pensar y desafiar las costumbres de los machos y el uso que hacían y hacen de las mujeres. Encontró en José Luis al hombre cuya madre había enseñado que “una mujer merece el trato de una reina” (digamos de ser humano, para no comenzar la peligrosa inversión del orden de poder) y que para pasar a la eternidad no se necesita un apellido.
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