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Juicio a los periodistas de La Razón
Pensaba dedicar este artículo a Raúl Peñaranda…
pero finalmente decidí no hacerlo
“En el principio fue la traición… / y luego nos dijeron que éramos tristes / que debíamos ser tristes”. Estos versos de tono vallejiano, bastante olvidados ya, bien podrían tomarse como resumen de una lectura de la historia de la Guerra del Pacífico y la pérdida del Litoral.
Hace ya varios años, en alguna de las presentaciones de sus libros, Carlos D. Mesa manifestó su desacuerdo con la forma cómo se enseñaba la historia de la Guerra con Chile en las escuelas y colegios bolivianos, porque todo conducía a cimentar un complejo derrotista en los niños que ya desde la primera lección –y a pesar del “¡¡Que se rinda su abuela carajo!!- empezaban a transitar, sin posibilidades de redención alguna, un camino de dolor aplastante.
Quizás esa observación se hace más cierta si pensamos la Guerra con Chile no como un proceso en el que Bolivia fue cediendo cada vez más en el plano militar; después de todo, no seríamos el único país que pierde una guerra. El dolor viene de la constatación de la increíble cadena de traiciones que fueron definiendo la guerra a favor del invasor.
Traiciones explícitas y planificadas. Y otras que fueron el resultado de la búsqueda de intereses económicos de grupos o de personas, de la falta de valor o de la incontinencia y el figuracionismo de alguno.
Historiadores como Roberts Barragán o Botelho Gosálvez han denunciado con minuciosidad el papel de la traición y los traidores en la Guerra del Pacífico y en las firmas de los tratados posteriores. Los nombres de Melgarejo, Montes, Ballivián, René Moreno, Frías, Lafaye y muchos otros integrantes de una posición pro chilenófila quedan ahí comprometidos. El historiador Roberts Barragán menciona que “Chile era prácticamente dueña de todo el Litoral gracias a los instrumentos jurídicos creados gratuitamente en su beneficio por los gobernantes bolivianos desde 1857 y 1876” (citado por Gastón Cornejo, Opinión, 26-03-2012).
Hoy pareciera que vivimos un capítulo nuevo aunque no distinto de esta historia. Por primera vez el país logra plasmar una política de Estado (ampliamente añorada durante más de un siglo) para tratar de recuperar el mar. Se viabiliza un juicio al país invasor ante la Corte Internacional de Justicia de La Haya y, de pronto, desde el corazón de la delegación nacional uno de sus integrantes desliza a un periodista documentos o información que develan la estrategia jurídica conducente a recuperar el mar.
Ante esto, el gobierno nacional, decidió abrir un juicio al periodista Ricardo Aguilar Agramont y a la directora del periódico La Razón, Claudia Benavente, pidiéndoles que mencionen el nombre de la persona que cometió esta infidencia que podría tener consecuencias en el juicio ante la Corte de La Haya, que es muy estricta en el manejo de la confidencialidad en este tipo de procesos.
Es decir, no se busca escarmentar a ningún periodista. Se trata más bien de encontrar en la delegación boliviana al personaje (o los personajes) que hoy traiciona a su país entregando documentos a un periodista y mañana puede elevar la dimensión de su traición divulgando –o traficando- otros términos del proceso judicial que durará todavía varios años. Y, claro, no se puede aspirar el triunfo teniendo dentro del equipo a un buzo, un quinta columnista, un traidor.
El juicio ante la Corte de La Haya ha generado un implícito acuerdo nacional por tratarse de una política de Estado que busca recuperar nuestra soberanía marítima. Supongo que por eso mismo, los dos periodistas enjuiciados deben estar enfrentando una fuerte disyuntiva: o mantener el secreto de la fuente o explicitar el nombre del gran traidor incrustado en la delegación nacional, en quien tanta fe ha puesto el conjunto de la sociedad boliviana.
Ricardo Aguilar Agramont, escribió en su Face, “me siento como Alfred Dreyfus”. Sólo que Dreyfus no se escudó en el silencio ni defendió ningún código corporativo. Dreyfus, mediante las gestiones de su hermano ayudó al periodista Bernard Lazare y al jefe del contraespionaje francés Georges Picquart a dictaminar que el responsable de la entrega de documentos a los alemanes era el gran traidor Ferdinand Walsin.
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