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¿Qué es un impostor? ¿Un embaucador? ¿Un charlatán, un mentiroso, un embustero, un tramposo, un defraudador, un simulador, un falaz, un fanfarrón, un estafador? Hemos mencionado una lista de sinónimos. ¿El impostor es uno de los sinónimos? ¿Es toda la lista, comprendiendo una curva de posicionamientos y de estilos? Todo depende de lo que queramos significar, lo que queramos decir, quizás lo que queramos describir, mediante aproximaciones figurativas. Empero, la pregunta más difícil es ¿quién es el impostor? ¿Qué clase de sujeto es el impostor? Además de preguntarnos ¿hay el impostor? ¿Es ese el problema o es otro? Fuera de añadir un problema nuevo o otra característica del problema enunciado, ¿si al que llamamos impostor no cree, no considera que lo sea, no es consciente de que actúa en función de una simulación, sino que efectúa su puesta en escena creyendo efectivamente en el guión, que en este caso no sería un libreto, sino un drama personal, historia de vida, el recorrido tortuoso de una subjetividad partida; es decir, una escisión de la personalidad, una actuación comprometida con su propia ilusión? No es fácil resolver estas tramas subjetivas. Pero, entonces, ¿podemos usar este término, impostor, impostura, para referirnos a alguien que actúa constantemente ante un supuesto público, auditorio convertido, en el imaginario del sujeto en cuestión, en masa de espectadores? Hagamos la pregunta directa: ¿es el político un impostor? ¿Actúa permanentemente ante el pueblo, población reducida, en su imaginario, a masa espectadora asombrada de sus actos osados?
Indudablemente el político es un personaje connotado de nuestro tiempo, de nuestra contemporaneidad, moderna, democrática, representativa, de campañas electorales y campañas publicitarias, depuestas en escena colosales y concentraciones multitudinarias. El político no es el anti-héroe de la novela, sino algo más modesto, es el perfil de sujeto más desvaído de la experiencia de la modernidad, que expresa elocuentemente los dilemas y las tribulaciones del deseo de poder. Hay cierta mediocridad asociada a las atribuciones del político. No se requiere gran talento, aunque algunos lo presuman; no se requiere de una condición moral irreprochable, al contrario ésta puede convertirse en un obstáculo para la necesaria flexibilidad de la práctica política. No se requiere de sabiduría, aunque algunos ostenten de tenerla; tampoco se requiere de compromiso, aunque en el pasado lo haya tenido, aunque entienda ahora que el compromiso es con el Estado, “sagrada” institución que se ha convertido en su causa; antes, en cambio, se trataba de una causa ideal, de la búsqueda de una utopía. Incluso pasa algo extraño con el político, el hombre convertido en político, una especie de pérdida de atributos en aras de un cambalache; si antes tenía cualidades, las pierde ante las exigentes condiciones de presión del ejercicio del poder. No parece haberse dado un género literario que se haya ufanado en descifrar la composición subjetiva de semejante personajes. Hay una que otra novela que se detiene en la historia de una persona especifica, como El señor presidente, también sobre El candidato, y otras más por el estilo; empero, esta narrativa no se dedica a la subjetividad del político, sino al itinerario subjetivo de un renombrado dedicado circunstancialmente a la política, refiriéndose a las características propias de una persona especifica, catapultada a la cumbre borrascosa del poder. Lo que falta es convertir a este sujeto político en personaje, personaje que tiene características repetitivas, con uno que otro matiz, con una y otra diferencia; empero manteniéndose el perfil compartido. Diríamos entonces tipo, no necesariamente individualizado, sin embargo, dosificado, donde la composición de las características generales parece repetirse. De todas maneras, ahora no estamos intentando hacer una novela ni proponer una, sino intentando analizar las analogías más sobresalientes y repetitivas del político, personaje característico de las ambivalencias de la modernidad y de las suplantaciones de la representación.
El problema o el desafío que nos plantea el perfil ilusionista del político nos recuerda que conocemos poco de los espesores y recovecos de la subjetividad humana. En el caso que nos ocupa, cuando la persona, cualquiera sea ésta, incluso más sencilla, sin mayores pretensiones, se ve sometida, puesta a prueba, en las atmósferas y climas del poder, parece que se desencadena algo en su cuerpo, experiencia que lo transforma, convirtiéndola en alguien que disfruta de ese deleite de poder, que satisface el placer de dominio. Cuando se da lugar a la complacencia, al gusto por el disfrute del poder, la persona ha cambiado, es otra. La subjetividad política es una construcción representativa de este gusto, este deleite y deseo de poder. Entonces el sujeto de esta subjetividad, si se puede hablar así, entra como a un tren que lo encarrila a conservar este escenario, la repetición compulsiva de la escena, esta disposición estructural al poder y a la dominación, que lo ha alejado de los mortales y lo ha acercado a los dioses y los demonios.
Es aleccionador observar el comportamiento de los políticos, sobre todo cuando están en el poder. Las atmósferas y climas de poder, la ceremonialidad del poder, que forma parte de su suelo, de su territorio institucional, los llevan tan lejos que los desconectan de la “realidad”, por lo menos de aquella vivida cotidianamente por los ciudadanos, a quienes se dirige con sus discursos y para quienes actúa. Lo que dice es siempre legítimo, es siempre la verdad, aunque esta legitimidad devenga de la representación y de la estructura jurídica, aunque esta verdad sea producto del poder, de esa objetividad burocrática del poder que se construye con informes, descripciones oficiales, estadísticas estatales. Por otra parte, el político siempre encuentra argumentos convincentes, aunque cueste sostenerlos empíricamente. Puede convencer del beneficio de proyectos más dudosos o claramente destructivos. Siempre hay una verdad superior, si no es la razón del Estado, es la necesidad de desarrollo, es una estrategia histórica o una geopolítica elaborada para articular un espacio fragmentado.
A veces el político es cuidadoso, hasta cauteloso, otras veces es torpe y arronjado. Le gusta a veces mostrarse pensativo, reflexivo, mostrarse como sabio, como alguien que se detiene a meditar antes de decir alguna palabra; otras veces, en cambio, prefiere amenazar, mostrarse como un castigador, ser inflexible, manifestar su determinación implacables. El político en el poder llega hasta diferenciar los distintos escenarios con mucha sutileza, tiene para cada ocasión un discurso distinto; discierne a los interlocutores, busca agradar a todos con distintas respuestas, con diferentes disertaciones, aunque estas terminen siendo contradictorias. No importa que en un lugar diga una cosa y en otro lugar otra. Lo importantes es convencer o, como dice algún analista político atribulado, acumular convencidos, someterlos a su telaraña, controlarlos, de tal forma que forme parte de sus “tejidos”. Se compara con un “tejedor”, aunque no se sepa qué “teje” exactamente o si su “tejido” termina siendo un embrollo. Lo que importa es su propio auto-convencimiento; se construye una imagen propia, satisfactoria, podríamos decir narcisa. La imagen que tiene de sí mismo la llega a comentar hasta en público, en alguna ocasión imprevista. Ahí aparece como el sabio político, el estratega, el que siempre hace algo con algún objetivo, todos sus actos tienen un sentido, se dirigen a algo. No hay nada improvisado. Los que no se dan cuenta lo que hacen son los mortales, que no tienen el privilegio de sus perspectiva, de ver varios panoramas. Por eso dice, todo depende cómo se mire, de qué panorama se trata, local, nacional, regional, mundial. Cómo se puede ver, tenemos cartas para todo, escoja usted.
El político también se muestra como un hombre sacrificado, hace gala de su entrega, de su renuncia a la vida privada, del tiempo dedicado a las grandes tareas estatales por el bien público. No hay horario. Cuando se dedica a su vida privada sólo es para concederle breves lapsos, pequeños momentos, donde tampoco deja de actuar. Donde vaya, ante los allegados, ante la esposa, ante los familiares, ante los amigos, no deja de ser un actor. Siempre siente que está en un escenario, no puede dejar de desempeñar su función simbólica, es el centro en todas estas ocasiones. Está condenado a repetir el papel de elegido, incluso en la vida privada; las fronteras entre lo público y lo privado se han borrado, después de haberse borrado, hace tiempo, los perfiles de lo que alguna vez ha sido y el personaje que representa. Al respecto, en descuento del sujeto en cuestión, podríamos recordar que todos los políticos también nacen pequeños, parafraseando el título de la película Hertzog: Todos los enanos también nacen pequeños.
Hay por cierto toda clase de políticos, se puede hacer su taxonomía. Empero no podemos perder de vista ciertos rasgos generales que caracterizan un tipo de comportamiento ante la sociedad. La distribución de estas características generales varía, dependiendo de la individualización. Nos interesa definir un tipo, una composición más o menos manifiesta, no tanto como promedio, sino como conjunto de rasgos repetitivos, aunque esta repetición se efectúe de manera variada. Por otra parte, tampoco se trata de perder la variedad misma de políticos, la distribución dosificada de las características compartidas. Ciertamente, como en la base de esta clasificación, aparecen, en su distribución masiva, como una masa significativa de políticos de base, a quienes no les importa las apariencias, son como operadores, cumplen órdenes, optan más bien por satisfacer los caprichos de los “jefes”, compensando su sumisión con la obtención de beneficios colaterales, mas bien pedestres y vulgares, que los placeres del teatro político y la ilusión de prestigio de los jerarcas; prefieren la inclinación al enriquecimiento privado, instalándose en redes clientelares y circuitos de influencia, en mecanismos de extorsión y prácticas de corrupción. En todo caso, de lo que se trata es que todas estas redes sean invisibles o, en el mejor de los casos, opacas. Este sujeto de base, operador, es un político sin escrúpulos, que contrasta con el otro, que ya definimos en parte, el que actúa respondiendo a una trama donde aparece como predestinado. A este último, que es como la cima de una suerte de clasificación de los tipos de políticos, sí le interesan las apariencias; es más bien cuidadoso y evita, en lo posible, hallarse involucrado en actividades pedestres y con intereses vulgares, menos en actividades corrosivas como las relativas a la corrupción. Estos dos tipos, el tipo de político predestinado y el operador vulgar, dibujan no sólo un intervalo de variedades te tipos y perfiles políticos, sino que son como los polos opuestos, que, sin embargo, se complementan, se necesitan mutuamente. El “predestinado” requiere de quienes realicen la guerra sucia, las tareas indecorosas, pues él se encuentra tan alto, tan distante, ejerciendo su labor encomiable en la guerra limpia. El operador, en cambio, requiere del “predestinado” para que ampare y cubra sus propias acciones. Así como la idea de dios requiere la idea del demonio y la idea del demonio requiere de la idea de dios. En la trama celestial, ambas figuras se complementan en la economía política sagrada; en tanto que, en la trama terrenal, las otras figuras se complementan en la economía política del poder.
Siguiendo con la clasificación, como en el medio de esta polarización figurativa de los tipos políticos aparece, en el escalafón de la taxonomía, otra figura política de mando, las autoridades. Éstas cumplen, pero, también deciden; quizás están más cerca de la materialización de las decisiones que las altas jerarquías, los que “sintetizan” la representación, los que simbolizan al Estado. Las autoridades son designadas, son como una extensión del poder de los elegidos; no representan, pero, son como la irradiación de la representación; entonces utilizan esta proximidad y ejercen a su modo, como en una división del trabajo, la dominación. Las autoridades ejecutan, están directamente ligados a los mecanismos institucionales, de ejecución, administración y gestión. Estas autoridades son de la confianza del presidente, gobiernan como en una miniatura del país, que son sus ministerios. Se encuentran también en una cumbre, aunque no de las más altas de la cordillera del poder; por lo tanto también están dentro de escenarios, obligados a puestas en escena, aunque no tengan el alcance y la resplandor de los monumentales montajes y puestas en escena de los jerarcas del poder. Pero, esta experiencia es suficiente, como para padecer también una transformación psicológica. El uso mismo del lenguaje cambia, el tono; no sólo porque tienen que dar órdenes y garantizar la disciplina institucional, sino porque también ellos creen en su papel, siguen el guion, otro libreto. Hablan también a los mortales, quienes tienen que terminar de comprender la situación, las difíciles tareas que les toca emprender, las dificultades técnicas y administrativas de sus gestiones ejecutivas. Estos personajes se involucran directamente, diariamente, no solamente en lo relativo a sus tareas ejecutivas, sino en lo que concierne a su exposición ante la opinión pública. Hacen las declaraciones respectivas, justifican los actos del gobierno, hasta los actos y las frases del presidente. Son los que tienen que mostrar siempre el lado positivo, son los que tienen que darle la vuelta a la adversidad, los que tienen que mostrar que todo anda bien, que todo se hace convenientemente, aunque empíricamente no parezca que eso ocurre. Son los personajes más convencidos de la buena gestión, pero también los que terminan siendo los chivos expiatorios, como se dice popularmente, son los “fusibles”. Sus periodos de existencia son variados; pueden ser improbablemente prolongados, durar la gestión de gobierno, que es lo que menos ocurre; son pocos los privilegiados que gozan de esta perdurabilidad. Las más de las veces sus periodos de existencia son mas bien cortos; salen cada que hay una crisis. Por lo tanto, a diferencia de los “predestinados” tienden, en distintas circunstancias, a manifestar debilidades, a mostrarse a veces inseguros, a asumir su responsabilidad. De lo que se trata es de salvar a las altas jerarquías, a la cúspide del poder. Muchas veces sus reputaciones eventuales terminan rápidamente, se convierten con facilidad en personas odiadas por la población, pues, como hemos dichos, son las más expuestas al escarnio; terminan siendo los culpables. El pueblo que apoyó al gobierno tarda o le resulta difícil culpar a la jerarquía del poder, prefiere encontrar la culpabilidad y la responsabilidad en los ministros. Tiene que haber una crisis más profunda, que las periódicas, como para que pueda alcanzar la duda o la interpelación a las altas jerarquías. Las autoridades, estos personajes de mandos medios, cuando caen en desgracia son vilipendiados, incluso pueden serlo por el mismo gobierno; pueden llegar a ser defenestrados. Para ellos, sorprendentemente, los días de gloria terminaron precipitadamente; quedan en el recuerdo. Si bien saben lo que puede sucederles, por eso mismo, al parecer son los más extravagantemente leales, los más pronunciadamente fieles, lo más grotescamente aduladores. Este comportamiento es como una táctica para posibilitar la perduración en el poder. Sin embargo, este comportamiento adulador no sólo es una atribución de estas autoridades, sino parece expandida a la gran masa de los funcionarios públicos. Los subordinados de estas autoridades también optan por esta actitud de manifiesta sumisión al “jefe”. Con esto llegamos a una cuarta figura de los tipos políticos; la del funcionario adulador, en términos aymara popularizado, “llunku”. Este personaje pusilánime, que es de los perfiles más difundido en el campo burocrático, no es propiamente un político, no ocupa un cargo político, sino un cargo burocrático, empero está afectado por ser parte de las atmósferas y climas del poder, donde participa. Si bien no actúa ante un público, como lo hacen la jerarquía y las autoridades, como lo hacen los políticos profesionales, actúa, en cambio, para el “jefe”, para la autoridad a la que está subordinado; entonces también cae en esta conducta teatral de la simulación política, sólo que desde otro lugar.
Hay una quinta figura de la clasificación de los tipos político, ésta tiene que ver con la masa de los militantes. Ellos no están expuestos de la misma manera que las otras figuras de la simulación política, no tienen necesariamente que actuar ante públicos, no tienen imperiosamente que formar parte de puestas en escena, tampoco tienen que actuar ante un “jefe” de oficina; son de alguna manera también el “público”, pero, esta vez hablamos del “publico” restringido y circunscrito al partido, al “publico” convencido. De manera diferente, ocurre como si los militantes actuaran para sí mismos, compitiendo entre ellos, quién es más consecuente, quién es más “radical” en relación a seguir la línea política del partido. En los “escenarios” donde se mueven los militantes, que son mas bien espacios de convocatoria, ellos, más que actuar, se esfuerzan por ser el ejemplo. Por lo tanto, el perfil del militante es una figura política, no tan ligada a la actuación, sino a la competencia y selección. Esta figura corresponde a la historia de la política, es como un sedimento geológico conservado, de tiempos cuando la política tenía que ver con la entrega y el riesgo, con la participación sin retorno, con el dar sin recibir, con el gasto heroico. Esto ha desaparecido prácticamente, lo que queda son reminiscencias, rudimentos de antiguas funciones fosilizadas. El militante de hoy no es más que una figura opaca y devaluada de lo que fueron los militantes en la época heroica.
De este perfil, de la figura del militante, estamos descartando al oportunista, que más se parece a las otras figuras del político, pues el oportunista también está obligado a actuar, a hacer creer a los demás que le interesa la línea, los objetivos, el programa del partido. Este personaje también monta sus pequeños escenarios, pone en escena sus pequeños dramas, tiende a exagerar en sus exhibiciones, para que no quepa duda que es un militante como los demás. Puede ser que el oportunista sea una sexta figura de la clasificación de los tipos políticos, aunque a él le interese otra cosa y no la política; lo que despliega es más un instinto de sobrevivencia. La política es más un medio para llegar a un fin; por lo tanto, el oportunista se parece más a una figura de los tipos económicos. Para el oportunista la única realidad que existe es la económica, lo demás es una ilusión de los idealistas o de los que confunden la realidad con el poder, los que creen que el poder mueve el mundo, cuando es la economía la que lo mueve; si hay que hablar de poder hay que hablar de economía. No hay más.
Pero, volvamos al militante; cuando llega a ser diputado, senador, parlamentario, alcalde, es decir, representante, entonces cruza la línea, no está tanto en competencia con otros militantes, sino que ya tiene que responder a un público local, tiene que responder a su circunscripción, a los que votaron por él, tiene que responder a su municipio. En este caso ya es un político en el poder, aunque los alcances y extensión de su dominio queden circunscritos. En este caso, la ceremonialidad del poder se repite en escala local, los montajes y puestas en escena son también locales; adquieren el esplendor que puede permitir las condiciones de posibilidad locales. Entonces las tribulaciones del político son las mismas, las presiones que sufre son equivalentes, la composición de las características generales se distribuye dosificadamente de acuerdo a las individualidades e historias de vida específicas y del lugar. Se vuelve a experimentar lo mismo, empero en territorios locales y de una manera distribuida en los sitios y lugares donde se efectúa la simulación política, como expresión teatral del convencimiento, que sustituye al arte de la argumentación, que es la retórica. Estamos ante un universo proliferante de simulaciones políticas, con todos sus matices, variaciones, distribuciones, efectuadas en distintas escalas. Estamos ante uno de los fenómenos característicos de la modernidad, las puestas en escena, la simulación, la teatralización de las relaciones sociales. No se crea que la simulación política sea la única forma de simulación, al contrario, forma parte de distintas formas, maneras y modalidades de simulación. La modernidad ha hecho estallar en grande estos procedimientos plásticos, que ciertamente se encontraban también en otras épocas y sociedades, empero estaban situados y fijados a determinadas expresiones culturales o estrategias; en cambio en la modernidad estas expresiones, estas puestas en escena, desbordan, se han convertido en la forma de comunicación por excelencia; la sociedad misma se ha convertido en un gran teatro, no sólo político, sino de todas las formas de simulación posibles. La publicidad es un ejemplo de lo que ocurre; en el comercio contemporáneo es más importante la publicidad de la mercancía que la calidad de la misma. Se simula que se satisface necesidades, cuando lo que se hace es buscar la única necesidad real del capitalismo, la acumulación ampliada incesante. La simulación política no es más que una de las formas de simulación de una modernidad teatral.
Vamos a hacer dos anotaciones más; una sobre lo que ocurre en el Congreso, que debería ser el escenario por excelencia de la retórica, de la locución espectacular, el auditorio de la concurrencia discursiva, por lo tanto donde la simulación política se explaye. Extrañamente, en la actualidad, ocurre lo contrario. Es el lugar donde menos se habla, no hay ningún esfuerzo por convencer, por argumentar para convencer, por esforzarse en los discursos para encandilar. Se ha convertido en el lugar donde es preferible callarse, guardar silencio, bajo perfil, pues lo que se quiere de uno es el voto, no la deliberación. Esto ciertamente es un contraste, una paradoja, pues siendo la política una puesta en escena, ocurre que el lugar privilegiado para hacerlo, el parlamento, no lo hace, por lo menos en su forma retórica y discursiva. El Congreso se ha convertido en un lugar opaco, una zona de silencio, un espacio mudo donde se ejecuta mecánicamente la votación, se impone la mayoría. Sólo algunos hablan a nombre de todos, son los elegidos por el presidente del Congreso; empero lo hacen no para convencer sino para significar el sentido de la votación de la mayoría, pues el acto de votar y la existencia de la mayoría tiene que tener un significado; este es el decidido en otro lugar, en el ejecutivo. El espacio de la deliberación se ha convertido en un espacio de ejecución, en la prolongación del aparato de ejecución. Hay que darle atención a esta paradoja, pues nos dice mucho sobre la estrategia y estructura de la simulación política. Si el lugar instituido para deliberar, el parlamento, es donde precisamente no se delibera, ¿dónde se ha trasladado la deliberación? ¿Ha desaparecido? No tanto así; pues los grandes montajes políticos, la ceremonialidad apabullantes del poder, las puestas en escena, las campañas publicitarias y propagandísticas, la concurrencia comunicacional, han sustituido a la práctica deliberativa, a la deliberación misma. Es en estos lugares donde se legitima la decisión política antelada.
La otra anotación que queremos hacer es sobre la mujer y la política; concretamente explicar por qué hablamos de el político y no la política también. Primero, porque no hay una política feminista, no hay una política de las mujeres; en todo caso, esta practica alterativa y alternativa iría más allá de la política, que es como un campo de dominio del hombre. Segundo, cuando las mujeres terminan haciendo política lo hacen prácticamente de manera masculina, como “machos”, sustituyen a los hombres en prácticas masculinas, basadas en la complicidad de la fraternidad. En el peor de los casos terminan siendo adornos o decorados, como se dice popularmente “floreros” en un dominio de los hombres. Esto merece una crítica radical de las mujeres a la política, a la simulación política; en este caso, a la simulación política o demagogia de que se le da lugar a la mujer, que se respeta sus derechos, abriendo espacios para su participación. Estas participaciones y porcentajes de participación, incluso en el cincuenta por ciento, no son otra cosa que la incorporación de las mujeres al mundo masculino, su conversión masculina, usada como legitimación de la dominación masculina.
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