- 4171 lecturas
La desaparición del lago Poopó pone en riesgo la identidad de los uru-muratos, que se adaptaron a las conquistas de los españoles y los incas y ahora luchan por ajustarse a este trastorno ambiental.
El agua menguó y los peces murieron. Salieron decenas de miles a la superficie, con el vientre hacia arriba, y durante semanas el hedor se estancó en el aire.
Las aves que se habían alimentado de los peces no tuvieron otra opción que abandonar el lago Poopó, que alguna vez fue el segundo más grande de Bolivia, pero ahora no es más que una expansión de tierra seca y salada.
Así como muchos otros pobladores, gran parte de los uru-muratos, una etnia que ha vivido a orillas del lago por generaciones, también se fue; ahora se han unido al éxodo mundial de refugiados que no huyen de la guerra, sino del cambio climático.
“El lago era nuestra madre y nuestro padre”, dijo Adrián Quispe, uno de cinco hermanos pescadores cuyas familias vivían en Llapallapani. “Sin este lago, ¿adónde iremos?”.
Tras sobrevivir a décadas de desvíos de agua e inundaciones cíclicas ocasionadas por fenómenos como El Niño, el lago Poopó simplemente desapareció en diciembre.
El efecto dominó trasciende a la pérdida del modo de vida de los hermanos Quispe y cientos de otras familias de pescadores, además de la migración de la gente que se vio obligada a dejar sus hogares porque ya no son viables.
La desaparición del lago Poopó pone en riesgo la identidad misma de los uru-muratos, la etnia indígena más antigua en la región.
Durante generaciones se adaptaron a las conquistas de los españoles y los incas pero parece que no podrán ajustarse al trastorno ocasionado por el cambio climático.
Desde la muerte de los peces en 2014, una buena parte de los 3700 urus de Llapallapani y dos poblados cercanos se han ido a trabajar a las minas de plomo y las salinas, a una distancia de casi 322 kilómetros, donde están luchando por adaptarse; los que se quedaron ganan lo imprescindible como agricultores o apenas sobreviven en lo que solía ser la orilla del lago.
Eva Choque, de 33 años, sentada al lado de su casa de adobe, secaba carne por primera vez sobre el lazo del tendedero. Anteriormente, ella y sus cuatro hijos solo comían pescado.
En la región se les conocía como “la gente del lago”. Algunos habían adoptado el apellido Mauricio por el mauri, que es como se conoce al pez que antes pescaban a raudales.
Veneraban a San Pedro porque eran pescadores y cada septiembre le ofrendaban pescados a la orilla del agua, pero esa celebración terminó cuando los peces murieron hace dos años.
“Esta es una cultura milenaria que ha estado aquí desde el comienzo”, explicó Carol Rocha Grimaldi, una antropóloga boliviana, cuya oficina muestra una fotografía satelital de todo el lago, una escena surreal en la vida real. “¿Y las personas del lago pueden existir sin él?”.
‘Aceptamos que el lago moriría algún día’
Es difícil explicar la importancia de la pesca para los urus. Cuando le preguntamos a Quispe si se ganaba la vida como pescador, nos devolvió una mirada de extrañeza antes de contestar, básicamente, ¿es que existe algún otro trabajo?
Los hombres pasaban periodos de hasta dos semanas en el lago, buscando bancos de carachi, un pez gris parecido a una sardina, o de pejerrey, que tenía enormes escamas y crecía hasta alcanzar el tamaño del antebrazo de Quispe. Algunas esposas, junto con sus maridos, jalaban las redes y cocinaban, haciendo del bote una especie de segundo hogar.
La temporada de pesca comenzaba en la orilla del lago con un ritual conocido como “la remembranza”.
Los hermanos Quispe se encontraban entre los 40 hombres de Llapallapani que pasaban toda una noche masticando hojas de coca y bebiendo licor.
Juntos recitaban los nombres de los principales sitios del lago Poopó y el lugar donde se encontraban.
“Esa noche pedíamos que nuestra travesía fuera segura, que hubiera poco viento, que no hubiera mucha lluvia”, nos contó Quispe, de 42 años. “Recordábamos toda la noche y masticábamos nuestra coca”.
En la mañana, los hombres remaban para abrirse paso entre los jansuris, manantiales subterráneos.
Aventaban dulces desde el barco como una ofrenda religiosa y empezaba la temporada de pesca.
Ahora, el viento solo acentúa lo árido del paisaje, mientras los arbustos rodaban entre los barcos abandonados en el fondo del lago, ahora seco.
Milton Pérez, ecologista de la Universidad Técnica de Oruro, dijo que los científicos sabían desde hacía décadas que el lago Poopó, ubicado a 3,81 kilómetros sobre el nivel del mar con pocas fuentes de agua, entraba en la definición de lo que llamó un “lago moribundo”. Pero el diagnóstico era de siglos, no años.
“Aceptamos que el lago moriría algún día”, sentenció Pérez. “Pero todavía no era su momento”.
El lago Poopó es uno de los muchos lagos del mundo que están desapareciendo por causas humanas.
El lago Mono de California y el lago Salton menguaron debido a desviaciones de sus cauces; lagos de Canadá y Mongolia están en peligro debido al aumento en la temperatura.
Generaciones de urus observaron cómo el nivel del agua fue disminuyendo para luego regresar a su nivel anterior, lo que se convirtió en un ciclo predecible.
En los noventa, un periodo de sequía consumió el lago hasta reducirlo a tres pequeñas pozas y acabó con las granjas pesqueras durante varios años. Pero poco a poco volvió a su tamaño original.
Transmitieron sus conocimientos sobre cómo vivir en el lago y sus alrededores. En el horizonte, las colonias de enormes aves de color negro eran un sencillo indicador de que había bancos de peces en las aguas.
Contaron tres tipos distintos de vientos que podían ayudar o perjudicar: uno del oeste, otro del este y un tipo de borrasca del norte llamada saucarí, que podía hundir botes.
“Se levanta del norte y no se calma”, explicó Quispe. “‘Ahí viene el saucarí’, decíamos. ‘¡Hasta que no se calme no podemos meternos al agua!’”.
En el lago crecía un alga llamada huirahuira que era buena para aliviar la tos. Los flamencos eran como una farmacia: además de la grasa rosa para las reumas, las plumas se usaban para bajar la fiebre al quemarse e inhalarse.
La caza de flamencos era en abril, cuando las aves cambiaban de plumaje y se quedaban indefensas.
Los urus usaban espejos para deslumbrar a los flamencos con la luz del sol, algo que los aturdía momentáneamente, convirtiéndolos en una presa fácil.
“Del lago agarramos muchos de estos”, exclamó Huanaco, el artrítico líder indígena, sacando un ala de color rosa encendido de entre el lodazal, detrás de su casa. El día que cazó al animal, hace ya siete años, no sabía que sería el último.
‘Ya veré de dónde sacar dinero’
Pérez, el investigador, observó con alarma el desarrollo de varias tendencias amenazantes y comenzó a entender que el lago podría evaporarse para siempre.
Primero, cuando la quinua comenzó a ganar popularidad en el extranjero, la creciente producción del grano hizo que se desviara el agua corriente arriba, y así disminuyó el nivel del lago Poopó. Después, unos 600 millones de toneladas anuales de sedimentos provenientes de la explotación minera comenzaron a provocar que el lago se encenegara.
Además, el calor aumentó. La temperatura en la meseta se había incrementado en 0,9 grados centígrados tan solo entre 1995 y 2005, mucho más rápido que el promedio nacional de Bolivia.
“Se dio la posibilidad de que estos factores atacaran con una sinergia nunca antes vista”, argumentó Pérez.
En el verano de 2014, un hedor putrefacto pesaba en el aire. La superficie del lago había bajado tanto que cuando el saucarí sopló desde el norte, no dejó suficiente agua para que los peces sobrevivieran.
“Eso bastaba para que te dieran ganas de llorar, ver a los peces nadando desorientados o muertos”, nos contó Gabino Cepeda, un pescador de 44 años que había decidido dedicarse al cultivo de quinua.
“Pero fue solo el comienzo. Los flamencos están muertos, los patos se fueron, todo lo demás también. Tiramos nuestras redes, ya no quedaba nada para nosotros”.
Quispe y sus hermanos se reunieron una última vez a la orilla del río muerto para llevar a cabo la Remembranza.
Remaron para adentrarse en el lago, como siempre, pero volvieron el mismo día porque no había peces.
El más viejo, Teófilo, volteó a ver a sus hermanos. “No hay trabajo”, dijo. “Voy a ver de dónde sacar dinero. Y les diré cómo”.
La semana siguiente, se fue de Llapallapani para trabajar en una mina de carbón a una hora en transporte.
‘Los urus no están hechos para esto’
Pablo Flores, otro pescador uru que se marchó, comienza su agotador día de trabajo antes de que salga el sol, dentro de un molino en el borde de la salina más grande del mundo, el Salar de Uyuni.
Toma bloques de sal sin refinar, los muele en una pila de su misma altura y los va poniendo en pequeñas bolsas por las que le pagan 25 centavos, por cada una.
Afuera del molino, la vida es más dura. En la enorme salina cercana al pueblo de Colchani, donde se reubicaron decenas de urus, los jornaleros se alejan sobre camiones, cargando palas. Recolectan la sal mientras el sol cae a plomo y se refleja sobre la vasta expansión a sus pies.
“Los urus no están hechos para esto”, exclamó Flores, de 57 años. “Yo no estoy hecho para esto. No podemos hacer este trabajo”.
En su pueblo, Puñaka, Flores había sido un anciano respetado; alguna vez fue alcalde y la gente que lo conocía de aquella vida todavía lo llamaba anteponiendo la palabra de respeto: don.
Como pescador, siempre fue su propio jefe. Pero en la mina de sal, es un trabajador más al que se explota.
“Este es un sistema feudal”, recalcó. “Puedo decir con toda honestidad que este es un mal lugar”.
Mirando por encima de la montaña de sal, recordó una vieja leyenda sobre una inundación terrible que destruyó el mundo, a excepción de los urus, que escaparon en sus balsas y se escondieron en la cima de una montaña hasta que comenzó a bajar el nivel del agua.
Los desastres solían hablar de diluvios, no de sequías, dijo.
Algunos urus se fueron solos y envían dinero a sus familiares que se quedaron en el lago. Pero otros, como Flores, se llevaron consigo a sus familias a un nuevo mundo que ha comenzado a transformar su vida en todos los sentidos.
En Machacamarca, un poblado polvoriento de miles de personas que alguna vez fue la parada del tren para llegar al lago, María Flores Ignacio y sus dos hijos adolescentes se mudaron en la primavera a vivir en un apartamento rentado, el primero de Flores, cuya casa de adobe en Llapallapani se había heredado por generaciones.
“Vivo en casa de alguien más”, dijo, dejando escapar un largo suspiro.
Para pagar el alquiler, María Flores teje artesanías que vende a los turistas en la capital del estado, Oruro, o en el mercado sabatino.
Hay sombreros, cestas, pulseras, aretes y pequeños barcos como los que usaban los urus para navegar el lago Poopó.
‘Ahora nos peleamos entre nosotros’
De regreso en Llapallapani, Cepeda, el pescador que se ha convertido en campesino, también quiere irse, pero no tiene dinero.
Cuando los peces murieron, Cepeda puso toda su esperanza en la quinua, el cultivo ancestral de los Andes, que ahora está de moda en los círculos culinarios occidentales.
Había heredado dos hectáreas de tierra de su padre. No sabía mucho del cultivo de quinua, pero esparció las semillas en la tierra y cruzó los dedos.
En lugar de un golpe de suerte, los cultivos de Cepeda fueron golpeados por una helada devastadora en el mes de marzo.
Tomando un puño de quinua, nos mostró su escasa cosecha, casi pulverizada. El viento se la llevó; solo quedaron unos cuantos granos que no se habían hecho polvo.
La vida de los urus siempre había girado en torno al lago, no a la tierra, nos dijo Cepeda. Sin embargo, ahora era distinto.
“Ahora nos peleamos entre nosotros”, se lamentó. “Aquí está mi tierra, pero alguien dice: ‘Estás invadiendo mis tierras’. Luego alguien más dice: “No, son mías’”.
‘Quiero enseñarle a mi hijo a pescar pero no puedo’
Francisco Flores, de 26 años, era un niño cuando sus abuelos le contaron sobre la primera vez que los uru-muratos probaron la carne.
En los albores del siglo XX los urus habían decidido dejar las islas flotantes del lago, hechas de juncos y barro, para establecerse en sus bordes.
Por primera vez se pusieron zapatos y dejaron la vestimenta hecha de plumas o lana para usar la ropa occidental. Después de siglos de comer solo pescado, secaron cordero, Flores recordó que le contaron, y “era duro”.
Un siglo más tarde, los urus se encuentran de nuevo ante una encrucijada, pero esta vez no es por elección propia.
“Quiero enseñarle a mi hijo a pescar”, comenta Flores, deteniéndose en el camino de tierra que conduce al cementerio en el que descansan sus ancestros. “Pero no puedo”.
Otro día seguimos a Félix Condoni, el alcalde de Llapallapani, a un mercado citadino a vender verduras por primera vez.
Félix solía hacer trueque con los indios aimara, cuyos campos se encuentran al norte del pueblo; intercambiaban pescado por papas y quinua desde su bote.
En cambio, contó los billetes de un fajo con su esposa y madre; los tres se veían confundidos. El alcalde, que llevaba una caña que usaba para castigar a los pobladores infractores, estiró la otra mano para comprar un frasco de desodorante Axe.
“Todo esto es nuevo para nosotros”, dijo.
Un día, de regreso del salar con Adrián Quispe, vimos un flamenco posado al lado de la carretera, por un cauce que se encuentra a 160 kilómetros de Poopó. De repente, Quispe se acordó de la sopa que su madre acostumbraba preparar.
Detuvimos el auto, salimos y nos adentramos en un paisaje acuoso con montañas cubiertas de nieve en el horizonte y aves frente a nosotros.
“Así es como alguna vez se vio el lago Poopó”, dijo.
Una hora antes había estado en el molino de sal con Flores, el exalcalde de Puñaka que hace dos años se fue a vivir a Colchani con su esposa y sus dos hijos.
La última vez que los llevó de visita a su antigua casa, algo que dijo su hija de seis años hizo que se le erizara la piel.
Ella miraba en dirección hacia donde alguna vez estuvo el lago, sin haberlo visto nunca repleto de agua.
“Vámonos a Colchani”, dijo. “Vámonos a casa”.
Fuente: The New York Times.
- 4171 lecturas